Según la Academia Dominicana de la Lengua, la palabra rebullón ni siquiera está en el DLE (Diccionario de la lengua española). Sin embargo, su presencia a manera de imago[1] recuerda y trae los malos augurios, la sangre y la muerte. No solo en la república de Venezuela. También en los otros países de América Latina. Ahora, y muy particularmente, en Guatemala.
A raíz de la reacción de un pueblo que ya no está dispuesto a seguir siendo mangoneado —en orden a los muchos affaires del presidente Jimmy Morales y de sus inmorales diputados—, muchos rebullones han aparecido en Guatemala. Unos anuncian tempestades, otros amenazan, uno que otro nos recuerda que solo Dios es el camino (¿?) y los más nos recuerdan que la sangre puede correr como en los años 80 del siglo pasado.
Se pueden clasificar en dos tipos: muñecos de ventrílocuo y cajas de resonancia. Los primeros solo repiten, con un escaso cambio de palabras, lo que sus amos les ordenan decir. A la mayoría de estos se los encuentra en las redes sociales. Los segundos se las pican de grandilocuentes. En este grupo pueden identificarse algunos diputados, uno que otro leguleyo y ciertos pseudointelectuales con títulos in fieri o pénsum cerrado que olvidan que tales categorías académicas no existen. Se es o no se es. Mas el común denominador para las dos tipologías es el de ser una especie de orejas del siglo XXI. Con todas sus cargas, con todas sus noxas, con sus corazones fracturados y con todas sus frustraciones.
Frente a ellos está, digno y empoderado, el pueblo. Sin títulos, sin togas ni bonetes, sin pedanterías, sin más armas y argumentos que el sudor del legítimo trabajo, el pan bien ganado, la honestidad y la decencia a ojos vistas. Y también la firme postura de ¡no más!
Los rebullones no han caído en la cuenta de que son absolutamente prescindibles. De que nunca pudieron ser lo que quisieron (fracturados de corazón) y de que su perorata no tiene base real (fracturados del conocimiento). Por ello, en el momento en que ya no convienen a sus amos, son invisibilizados social, política y laboralmente sin miramiento alguno.
Algunos de ellos son pagados (mediana o míseramente). Otros cumplen con la tarea de rebullón por una sonrisa, por una palmadita en la espalda o para conseguir o conservar un chance. En todos los casos su dignidad está por los suelos y pisoteada hasta la mismísima pérdida de la vergüenza. Han sido metamorfoseados de personas a cosas sin categoría humana.
En agosto de 2013 publiqué un artículo llamado Orejas: ¿para qué? Y en él argumento: «Durante la Guerra Fría y su macabro chipuste, la guerra interna de Guatemala, los orejas cumplieron funciones de espías, torturadores, sicarios y encargados de cuanta vil y rastrera función les impusieran, mas su primordial ocupación era la de estar al tanto de qué decía o hacía el ciudadano de a pie». Pues bien, esos orejas del siglo XX dieron paso a los rebullones del XXI. Ya no orejean. Su trabajo ahora es alebrestarse y alebrestar, empinarse, lanzar una piedra y esconderse después.
A veces los rebullones me provocan lástima, me generan angustia. Esa inquietud que produce el ver a una persona revolcarse entre los miasmas cuando podría volar como águila entre el aire más puro. A veces, cuando escucho su voz de sordina o advierto su mirada vacía, me dan ganas de abrazarlos y recordarles que ellos son seres humanos. Pero no sé si ellos quieran dejarse abrazar. Quizá, en un extremo peor, no deseen sentirse humanos.
De momento, los rebullones están alebrestados. Y al pueblo, esa actitud le importa un comino.
[1] Representación inconsciente que pervive en el tiempo.
Más de este autor