Desde que el juez comenzó a hablar, solo he podido pensar en Los justos, ese libro de Camus. Eso anoté en mi cuaderno cuando el juez mencionó los efectos de juzgar en otra tierra y lo subrayé cuando sentenció: «Me quedé de juez de paz y me moriré siéndolo». Es que para él no es importante un doctorado, una maestría, un ascenso porque, afirma, eso le resta tiempo al impacto de la justicia y, en un área donde los abogados escasean y las instituciones públicas no tienen sede, la única garantía que se necesita para hacer cumplir la ley es un juez. Durante toda mi carrera, nadie me dio un concepto de justicia, uno que yo considerara válido, al menos hasta hoy.
«Los que aman de verdad a la justicia no tienen derecho al amor». Lo dice Camus. Bueno, lo dice Dora en el libro de él, y ahora lo repito yo de manera obsesiva en mi mente. Mientras, él nos cuenta cómo camina con la nuca rígida al lado de aquellos que también son reconocidos como autoridad, pero que no son sus amigos ni nunca lo serán porque solo siendo una isla se puede ser independiente y, como garantía, él allí ha completado la metamorfosis a una. Cuánta soledad, pienso.
«Los justos no tienen derecho al amor». Eso fue lo que yo anoté de forma errónea cuando estaba frente a este personaje que se asemeja cada vez más a una ficción (de esas que salvan). Ahora releo mis apuntes recostada sobre la cama, invadida por mis propias contradicciones y por la secuela de las realidades (de esas que matan). Y antes de dormir sigo repasando sus gestos, sus nociones. Para mí, se ha transformado en un paradigma que se diluye entre la rectitud y el aislamiento. Ha explicado la justicia como una vereda solitaria, plagada de espejismos. Si es así, me imagino cómo lo poseerá el silencio. Si está lejos de su tierra, de su familia, de sus amigos, si está solo en una tierra que no es la suya, si ha decidido ser un justo, ¿qué forma humana tomarán sus palabras al final del día? Las palabras escritas no pueden ser un consuelo. ¿O pesarán más las palabras bien escritas en una sentencia? Cierro los ojos con el reflejo luminoso de su rostro aún vivo entre las paredes de mis párpados mientras me agrego otro cuestionamiento: ¿la justicia es relativa? Evoco entonces las palabras de uno de mis profesores y casi escucho su voz burlona diciendo: «No hay nada más aburrido que discutir con un relativista».
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Transcurre el tiempo, y este recuerdo se va distorsionando en ese vaivén de sensaciones diarias, de luchas perdidas que ahogan como naufragios y de conceptos distorsionados de la justicia en un país donde todos parecen defender su propio concepto. A veces, ante un argumento que refracte la mínima noción de justicia, me pierdo divagando entre la interrogante sobre si verdaderamente amarán a la justicia. Me encuentro preguntándome si ese podio en el que hablan desde Jimmy hasta Degenhart, cuya modalidad ahora replican nuevos funcionarios públicos, se sentirá también como una isla, como la de mi juez. Seguro no.
La justicia es una vereda solitaria, y de solo pensarlo me asalta la melancolía. Es que la soledad es un miedo en sí mismo y ya casi nos siento hundirnos. Porque no hay derrota que no duela, porque leí en algún lugar que para empezar de cero hay que destruirlo todo y porque los justos no tienen derecho al amor cuando todo se contrarresta y entonces condenan a una exvicepresidenta o aprehenden a un exalcalde o confirman que sí hubo genocidio o le quitan el antejuicio a un juez corrupto. Y pienso que solo es cuestión de tiempo para que terminemos construyendo una isla, pero que sea para ellos, para los injustos.
Por ahora solo añoro que esa certeza de que todas las luchas tienen riesgos pronto sea despedazada ante la idea de que la lucha por la justicia tendrá sus riesgos, pero que no es solitaria o que al menos no debe serlo. Hay que seguir.
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