Imposible en nuestro medio saber en realidad cuántas personas están enfermas o son asintomáticas, simplemente porque las pruebas que se hacen son insuficientes para contar con un dato fidedigno. Este hecho, sin más, no es tampoco al azar. En tanto se ignore el dato exacto, las empresas pueden funcionar y la vida económica reactivarse, todo ello cuando se pretenda, con tres días de encierro cada semana, tratar de tapar el impacto del coronavirus con medidas en apariencia drásticas.
Quién enferme y quién muera a consecuencia del covid-19 no es un tema relevante ni para las autoridades ni para el siempre insaciable empresariado chapín.
Lo que les importa a estos sectores hegemónicos es nada más y nada menos que seguir con sus ganancias y preservarlas a toda costa. Mejor aún: aprovechar que la población medianamente consciente está en cuarentena para impulsar iniciativas de ley que vulneran aún más los ya maltrechos derechos laborales, entre otros.
¿Creen en verdad que, pasada la pandemia, las cosas van a cambiar? Claro, pero para empeorar. Como me dijo hace poco una amiga, ferviente católica y sorprendentemente práctica: «Es bueno tener ilusiones, pero no ser ilusos». De igual forma, es cuestión de aplicarlo a la clase media chapina, que luego de esta encerrona en casa se le ha puesto la vida frente al espejo. Sí, las cosas cambiarán, pero para empeorar. Al menos para la gran mayoría del país, clase media para abajo.
Hoy por hoy estos cambios negativos están empezando a evidenciarse, incluso cuando la pandemia no ha sido controlada. Para citar solo un ejemplo, el incremento abusivo e injustificado a la tarifa eléctrica que ya todos recibimos en las respectivas facturas. ¿El apoyo gubernamental en esta situación? Pasarlo al plano de la lucha individual, algo así como si dijera: «Sálvese quien pueda». Esto se convierte, entonces, en una limpieza social generalizada en la que no se elimina a ciertos actores nocivos de la sociedad, sino a quienes, para su mala suerte, por una u otra razón, estuvieron expuestos al contagio. Lástima por ellos. Ya les tocaba. Pobrecitos. Era su destino. Era su suerte. La mala, claro.
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Los hospitales están colapsados. Los médicos, sin salarios, sin insumos ni protección adecuada. Los policías, contagiados. Eso no es relevante. Son cuestiones que no pueden evitarse. Son trámites burocráticos que hay que llenar. Son números. Para eso se les paga. Es su profesión. Ni héroes ni mártires. Ni ellos ni nosotros, ninguno importa. No nos hagamos falsas ilusiones ni seamos ilusos. Porque, repito, ni a las autoridades ni al sector empresarial les interesan ni el país ni quienes habitamos en él. Solo les importa cuánto obtendrán, por medios lícitos y no tanto, de esta situación mundial que a nivel local nos ha desenmascarado tal como somos: un país con instituciones resquebrajadas, que colapsan ante los primeros mil y tantos enfermos. Un país gobernado por pactos de corruptos instalados desde hace décadas en los tres poderes del Estado, con una sociedad civil ya de por sí indiferente, que en estas circunstancias, además, se ha encerrado, porque no le queda de otra, también en sí misma.
Cuando todo pase, cuando haya sobrevivido quien haya tenido la suficiente buena suerte de no enfermarse, las condiciones personales para superar el contagio o la fortuna de recuperarse en los hospitales creados para tal propósito, entonces se verá el verdadero rostro de lo que nos queda: más deuda externa, peores condiciones de vida para cada uno y más desempleo, entre otros males peores.
Mientras tanto, veamos cómo las banderas blancas (de los que realmente lo necesitan y de quienes se aprovechan incluso de la pobreza extrema) siguen ondeando no solo en las calles, sino también en la conciencia de esos otros que solo piensan en ellos y en sus ganancias.
Alegrémonos por que estos días un perrito que había sido secuestrado apareció en una estación de bomberos. Ya sabemos: las redes sociales sí sirven para algo.
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