Nada nuevo hay bajo el sol. Muchos años atrás, la tarea de tergiversar, llamar a engaño, manosear informaciones, desprestigiar a personas o buscar un beneficio de manera retorcida se hacía de otra manera, pero se hacía. La proclamación de los famosos testamentos de Judas, la lectura pública de boletines en ocasiones especiales como las fiestas patronales o el envío de anónimos que no eran sino cartas no firmadas pero cundidas de invenciones era, diríase, un suceso reiterado en los pueblos y en los barrios antiguos de las ciudades grandes de América Latina.
Debe reconocerse que algo tenían de cómico y de ingeniosos.
Con el advenimiento de la era digital, los bulos cambiaron de tono. Las fake news se convirtieron en insultos, y el desprestigio de las personas o de las instituciones agredidas pasó a ser el síntoma de cada uno.
Tanto en los viejos como en los nuevos bulos, ¿qué hay de fondo en las personas que los levantan?
Cuando se conoce cercanamente a un individuo que erige falsedades, casi siempre se encuentran en su personalidad signos de heridas emocionales infligidas en su infancia. No pocos autores señalan que, principalmente, sufrieron agresiones que persisten hasta la vida adulta y que determinan incluso su calidad de vida.
La tratadista Lise Bourbeau señala cinco tipos de esas heridas: miedo al abandono, miedo al rechazo, las humillaciones recibidas, miedo a confiar a causa de traiciones y el sufrimiento de injusticias.
No se necesita ser una persona experta en ciencias de la conducta para darse cuenta de que cualquiera de esas heridas habrá generado o genera angustia de existencia. Las personas que las han sufrido se sienten vacías, absolutamente vacías y solas, aunque su desierto sea acompañado. Me refiero a esa soledad que padecen aunque a su alrededor haya amigos, familiares, conocidos, compañeros de trabajo, etcétera.
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El filósofo danés Søren Kierkegaard publicó en Dinamarca una obra filosófica que llamó El concepto de la angustia. En dicho trabajo describió la angustia como «un miedo poco definido» y contrastó el miedo a caer y el impulso de tirarse intencionalmente al vacío. Para ello utilizó la figura de un hombre al borde de un precipicio, que arrostra la posibilidad de la libertad a la experimentación del miedo (ante esa libertad). En medio, y también como fundamento, dejó la angustia.
Solo imaginar semejante contexto puede indicarnos cuánto sufre una persona que padece angustia existencial.
Indistintamente de los esfuerzos que se hacen por regular los bulos, verbigracia una especie de legislación internacional que se estaría formulando, a estas personas (quienes los erigen) se les debe ver (sin perjuicio de sus responsabilidades legales) como sujetos necesitados de comprensión, de ayuda psicológica o psiquiátrica, y como las primeras víctimas de esa industria. Porque, mientras más se hunden en ese terrible quehacer, más menoscabo hay en su personalidad. Cada día son más anodinos, ocultos e insustanciales. Cada día son más escurridizos. Cada día se cargan de más miedo y de más angustia.
El mejor tratamiento de cualquier enfermedad es la prevención. Si queremos contribuir a la disminución de las fake news en el futuro cercano, empecemos en casa. Obviemos aquellas palabras y actitudes que puedan generar en los niños miedo al abandono, miedo al rechazo, el sufrimiento de humillaciones, el terror a las traiciones y el padecimiento de injusticias. Esas heridas marcan para toda la vida, y sus cicatrices se encuentran fácilmente en la personalidad de los falsarios. Porque, como bien me indicó el sacerdote Antonio Bernasconi hace ya unas décadas, «un corazón partido no es un corazón fiel».
Que esta semana sea plena de introspección y discernimiento.
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