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Las familias obstinadas que buscan a sus víctimas sin fiarse del Estado

Esquequé: “A pura pala y piocha estábamos cavando y así no se puede. Nueve días de estar escarbando”.
Un olor fuerte, intenso, nauseabundo se cuela por las fosas nasales de los presentes.
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Las familias obstinadas que buscan a sus víctimas sin fiarse del Estado

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En San Miguel Los Lotes no hay confianza hacia el Gobierno. No se hace referencia a los porqués de la tragedia, sino a la desidia de las autoridades en el trabajo para recuperar los cuerpos. Ahora solo lo hacen voluntarios, familiares de las víctimas, pobres como ellas. Les han cedido tres retroescavadoras. Critican que las labores institucionales se centren en limpiar la carretera y no en buscar cadáveres.

 

Alejandro Esquequé, de 45 años, solo se mueve de la “zona cero” en San Miguel Los Lotes cuando le obligan. Como un ritual, a primera hora de la tarde comienza a llover y todo el mundo es evacuado. Ocurre cada día. Hasta ese momento, desde las seis de la mañana, trabaja. Hoy, martes 12 de junio, se ha dado por vencido. “Hoy es mi último día de esfuerzo. Ya suficiente lo que hice”, dice, frente a lo que antes fue el domicilio familiar, donde permanecen enterradas ocho personas, entre ellas su mamá y dos hermanos.

El jueves, con los trabajos de rescate recién suspendidos, fue el primero en acudir con una cuadrilla a cavar por su cuenta. Luego, otros le imitaron. Esquequé es uno de los obstinados, los familiares que no quieren marcharse sin haber agotado todas sus fuerzas en una búsqueda de restos que realizan solos. Junto a él, pero separados, cada uno en las inmediaciones de sus viviendas, otros supervivientes que no quieren moverse. Elmer Vásquez, 45 años, agricultor, busca a su mujer y sus cinco hijos. Eufemia García, 48 años, vendedora de fruta, está pendiente de 47 allegados muertos.

Son las 10 de la mañana y Esquequé, albañil de profesión, observa cómo una retroexcavadora remueve la tierra frente a la fachada, completamente enterrada. El hoyo ya es considerable y sube un humo caliente, como la tierra que se retira. Hay zonas en las que el piso, cuando se ha revuelto, todavía está hirviendo. Burbujea.

— ¿Le puedo hacer unas preguntas?

— ¿Para qué?

Tiene razón, Alejandro, uno de los irreductibles de Los Lotes. Para qué querría responder a unas preguntas. Lleva haciéndolo desde el lunes, cuando se plantó en la “zona cero” para escarbar en la tierra incandescente. Lo que necesita no es responder preguntas, sino respuestas prácticas. O, mejor todavía, ayuda. Manos, por ejemplo, para sacar los kilos de tierra y ceniza calientes que sepultaron a sus familiares. Manos como las de Abner Beltrán, de 24 años, compañero en el Deportivo Colonia Santa Rosa, su equipo de fútbol. Mejor que manos, incluso, máquinas. Como las tres excavadoras que les ha prestado un empresario y que facilitan la penosa tarea de buscar los restos sin más ayuda que la de sus allegados.

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A pura pala y piocha estábamos cavando y así no se puede. Nueve días de estar escarbando”, dice. “Al menos tenemos las máquinas particulares que nos han donado. El Gobierno no ayuda nada, está destruyendo la calle. Todo está abandonado. Ellos se dedicaron a la carretera, porque ellos ven por los ricos, no por los pobres. Quieren que la carretera esté reparada”.

La tragedia castiga más a los pobres, esto es un hecho.

Pudo comprobarse el domingo, 3 de junio, cuando el resort La Reunión, ubicado a 20 minutos en carro de San Miguel Los Lotes, logró ser evacuado mientras la aldea que ya no existe quedaba abandonada a su suerte, sin mayor aviso que el de los sobrevivientes que corrían la voz mientras trataban de ganar terreno a los flujos de ceniza y gases tóxicos.

Pasada la tragedia, los damnificados tienen la sospecha de que no se les presta la atención necesaria. También creen que tiene que ver con su condición de pobres. Se quejan de que el Gobierno ponga más interés en limpiar la carretera N-14, la que unía El Rodeo con Alotenango, que en sacar cadáveres.

“Están más preocupados de la granja Toledo, les importa más la granja que la gente que está aquí enterrada. ¿Por qué no nos apoyan? Aquí solo hay gente voluntaria. Sí hay gente en la granja Toledo, porque a ellos les importa, porque van a sacar los animales. El personal de granja ya está trabajando”, protesta Wilmer Larios, de 30 años.

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Él también vivía aquí, pero el desastre le encontró trabajando y eso le salvó la vida. Señala a unos metros, en la lejanía, donde quedó enterrada su tía, Deborah Lucrecia, su prima Liz, su prima Gregoria. No se ha acercado todavía porque ni la lámina se ve, sepultada por la tierra. Así que ayuda a otras familias. En realidad, aquí todo el mundo es familia, de un modo u otro. En la comunidad, según algunos de los supervivientes, residían unas dos mil personas y todos se conocían.

Hoy, al menos, tienen tres máquinas. Dos de ellas han sido donadas por la compañía Constructora del Atlántico, propiedad de la familia Guerra Villeda, una poderosa y controversial saga de empresarios. Herbert Roque, el encargado, asegura que su jefe le telefoneó el domingo y lo envió para ver qué se podía hacer. “¿Cuántas máquinas tenemos libres? Mandalas”, dice que fue la orden.

“Nosotros no venimos a cobrarles ni nada. Otra gente les dona el diésel y nosotros ponemos las máquinas”, explica. Es muy crítico con la labor institucional. “Limpiando la carretera hay como diez máquinas, pero no vienen aquí. Hicimos una vía de evacuación y nos la deshicieron. Hoy llegó un representante del gobierno diciendo que ellos iban a administrar el equipo, pero les dije que eso era una donación para la gente. Ellos vienen y dicen que las máquinas son de ellos, pero no han venido a ayudar ni con una pala”, afirma.

Los operarios que tratan de limpiar la vía sufren un castigo similar al de Sísifo, el personaje de la mitología griega al que se condenó a subir a un monte cargando una piedra que siempre cae antes de llegar a la cima. Ellos levantan los escombros y acondicionan la carretera por la mañana. Horas después llega la lluvia y los deslaves deshacen lo avanzado. El lunes por la tarde hubo una crecida de agua que llegó hasta la gasolinera situada justo antes de la segunda barrera policial. Cayó agua, lodo, rocas, material volcánico. Un vehículo de rescate quedó destrozado por el camino. Los guardarraíles doblados como si fueran de goma.

En el camino de subida hacia Los Lotes pareciera que nadie hubiese trabajado en los últimos días. Los accesos a San Miguel vuelven a estar trabados por piedras y tierra amontonada.

Wilson Larios culpa a los trabajos desarrollados por Provial. “Hizo una tapada y por eso se fue la creciente de agua y agarró para El Rodeo. Ellos estaban provocando otra desgracia”, dice. Abner Beltrán es de la misma opinión. “Las autoridades empezaron a limpiar la carretera de abajo hacia arriba, lo dejaban flojo y como las correntadas taparon sus cauces, el agua tapó todo”, asegura.

La desaparición del Estado

A unos metros de Alejandro Esquequé se encuentra Angélica María Álvarez de Esquequé, su cuñada. Está sentada en lo que en algún momento fue el tejado de una vivienda. Abrazada a un sobre amarillo, mira fijamente el lugar que ocupaba su casa, sobre el que ahora una excavadora remueve la tierra. Tiene el pelo emblanquecido por la nube de polvo que se levanta con cada brazada de la máquina y que obliga a cerrar fuerte los ojos y a contener la respiración.

El domingo 3 de junio, Angélica estaba en Escuintla, “trabajando en casa ajena”, cuando escuchó lo que había sucedido en San Miguel Los Lotes. En la avalancha de ceniza perdió a su esposo, a sus dos hijos, a sus sobrinos, a sus cuñadas y a su suegra. Tardó una semana en poder regresar al lugar. “El dolor de madre es el más duro, no me lo quita nadie, por eso no vine antes”.

Hasta el martes, la Conred contabilizaba 110 fallecidos y 197 desaparecidos, pero a los vecinos no les convencen esas cifras; creen que los desaparecidos son muchos más y que los muertos se incrementan conforme van encontrando más cadáveres.

Asegura ahora que se quedará los días que sean necesarios, aunque espera, “primero Dios”, que hoy se lleven algunos restos de la familia. En el sobre guarda las fotografías de sus dos hijos, a la mano, en caso necesite mostrarlas.

En lo que se intuye es la calle paralela a la de la vivienda de Alejandro Esquequé, hay otro grupo de personas, apelotonadas alrededor del techo de una casa. Entre ellas está Eufemia García. Eufemia se ha convertido en uno de los símbolos de la tragedia, una de las lideresas de la búsqueda de desaparecidos.

Desde el primer día, en el que comenzaron a rescatar cadáveres y supervivientes, no ha faltado una sola jornada. Por las mañanas se acerca a la zona afectada. Es la primera en la fila. Señala los lugares en los que buscar, se arma ella misma con una pala, protesta ante las autoridades. Por las tardes, baja con su esposo a la morgue de Escuintla para seguir preguntando por las personas que el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif) va identificando.

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Hoy la búsqueda se centra en la vivienda de su suegro. Los voluntarios han abierto un hoyo en el tejado de la casa. Desde arriba, con fuerza, tres hombres tiran de las puntas de un hatillo hecho con una tela a rayas. Despacio, consiguen sacarlo a la superficie por el hueco en el hormigón. Las manchas de sangre en la base delatan que dentro hay un cuerpo.

Lo dejan a un lado, tapado. Un olor fuerte, intenso, nauseabundo se cuela por las fosas nasales de los presentes. Algunos hacen amagos de vomitar. El recuerdo del hedor de la muerte se quedará impregnado en la ropa, en la nariz, en la mente, el resto del día.

Al instante, inquebrantable, Eufemia anota con un marcador negro en un folio blanco los apellidos de la familia. “Barillas González”. Deja el papel sobre la tela rayada, para que sea más sencillo de identificar el cadáver, dice.

Eufemia lleva una lenta cuenta regresiva. Con el hallazgo de hoy, le faltan 47 de los 50 familiares que ha perdido. Hace dos días encontraron restos de su madre. Hoy no sabe si de su suegro o de su cuñado. La descomposición del cuerpo hace que sea imposible identificarlo a simple vista.

Todavía faltan sus hijos, su nieto, sus hermanas. Mira hacia arriba. A lo que antes eran unas tres cuadras de distancia queda su casa. Apenas se distingue entre los montículos de tierra. “Está ahí al fondo, por donde está ese árbol de mamey”, explica.

Eufemia protesta. Aquí se encuentran solo las familias más afectadas, dice, las que perdieron a más familiares. También se queja de que ya no haya rescatistas en el área. “Ahora vino el alcalde, vino el gobernador… ¿qué vino a decir? Nada. Entró por allá, por el cerco de San Miguel. Por allá volvió a salir. No dieron la cara aquí, sabiendo que estamos rescatando los cuerpos. Tan siquiera hubieran venido a agarrar una pala”, expresa con furia.

A sus 48 años le quedan fuerzas para regresar a escarbar en la ceniza: “Cuando se viene la lluvia nos vamos, pero regresamos siempre”. Seguirá subiendo a San Miguel Los Lotes hasta que se lo permitan, acompañada de las personas voluntarias que le están ayudando a encontrar los cadáveres de sus familiares.

Cavar con una cuchara

En un hoyo de unos cuatro metros de profundidad, dos hombres cavan con pico y pala. Por la tierra humeante corre agua hirviendo. Inhalan los gases calientes. Sin guantes, sin lentes. Solo unas sencillas mascarillas les cubren el rostro. Ayudan a Elmer Velásquez a encontrar los restos de sus familiares.

Desde arriba, Otto Samayoa, amigo de Velásquez, monitorea la operación. “¿Eso de ahí no es carne?”, señala hacia algún lugar en el suelo. La carne por la que pregunta es algún cadáver. “¡Pasen una cuchara!”, gritan los de abajo. Una cuchara. Una cuchara de metal, de las de comer la sopa. Este es el instrumento de precisión que utilizan estos dos hombres para encontrar restos humanos.

Al cabo de un par de horas, con el apoyo de una de las excavadoras, algo aparece. Es el cadáver de la hija de Elmer, Helen Floridalma. Lo sabe el padre porque se acababa de pintar el pelo. En ese mismo instante, en una sincronización no planificada, ocho miembros de la Unidad Humanitaria de Rescate del Ejército de Guatemala hacen aparición. Llegan con una camilla metálica para transportar a los fallecidos encontrados.

Se crea un momento de tensión, alrededor del cuerpo de la hija de Elmer. “Ellos no lo encontraron, pero se lo van a llevar como si lo hubieran hecho”, protesta Otto, mientras niega con la cabeza. Se aparta de la escena. Vuelve al hoyo donde esperan encontrar más cadáveres.

Los miembros del Ejército que se quedan en el lugar entienden la molestia de los vecinos. Justifican su retraso al subir al área afectada: las malas condiciones provocadas por los lahares que descendieron la tarde de ayer les impidieron llegar desde temprano. Ahora son las 12 del mediodía, y en menos de una hora, la zona será evacuada por amenaza de lluvia.

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“Por protocolo, no pudimos llegar antes. No hay una ruta de evacuación segura. Si ahora pasa algo, a usted no le da tiempo a escapar”, alarma Milton Estuardo Buc Galindo, capitán segundo de infantería. 

Se le pregunta a Julio Sánchez, vocero de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), por la ausencia de equipos de rescate en la zona, que desde el jueves de la semana pasada desaparecieron de Los Lotes. Sánchez ofrece la versión oficial. Habla, por un lado, de las malas condiciones climatológicas. Por otro, de las resistencias de los propios vecinos, que asegura, no quieren que suban rescatistas de la administración.

“Desde hoy en la mañana los pobladores tomaron la decisión de no permitir el ingreso a ningún equipo de rescate. Hay elementos del Ejército, de la Policía, pero decidieron hacer por su cuenta”, dice. Asegura que las autoridades “respetaron la decisión” de los vecinos de la “zona cero”. “Ellos decidieron por su cuenta, muchas de las personas quisieran que se buscara más en un área donde tienen sus familiares y no en otras donde otros piden lo mismo”, asegura. Sobre la carretera, argumenta que “es necesario habilitar la ruta. Es importante para recuperar la zona”.

Afirma, y esto es importante, que no está previsto suspender definitivamente las labores de rescate de cuerpos. Pero insiste en que las condiciones son adversas y de que los pobladores se están poniendo en peligro al acudir por su cuenta y riesgo. Los trabajos desarrollados por los vecinos se centran en tres domicilios, cuatro a lo sumo, pero si se levanta la vista se observa el alcance de la tragedia. Hay muchísimas casas sepultadas en las que todavía no se ha puesto una pala encima. Quién sabe si se hará en algún momento.

Buc, de la Unidad Humanitaria de Rescate del Ejército, niega que los pobladores les hayan impedido el paso, aunque “entiende” que al inicio de la jornada de hoy martes, el personal de la Conred tuvo problemas para acceder al área. No entra en detalles. No los tiene, dice.

Según el militar, la Conred solicitó únicamente el apoyo de la Unidad Humanitaria de Rescate para regresar hoy al lugar. “Confió solo en nosotros por la calidad del personal. Somos cumplidores de órdenes”, termina.

Elmer Vásquez, el tercer obstinado, ha logrado encontrar a su hija. Le quedan cuatro. Y su esposa. También niega que los pobladores hayan vetado el paso a los rescatistas de Conred, al Ejército o a los bomberos. “Ni los vi por la mañana”, dice.

Vásquez tiene el rostro agotado. Mira a su alrededor y se enfada. La tragedia le pilló en el campo, revisando los cultivos, y ni tiempo tuvo para intentar socorrer a los suyos. Al menos, intenta darles sepultura. No comprende por qué no tiene más ayuda del Estado.

“¿Esto es justo? Creo que no. Da coraje saber qué clase de presidente… Se llenan la boca diciendo que están ayudando, para que cualquier nacionalidad les mande el apoyo, pero es mentira. Las máquinas están en el camino, pero no acá. Y nuestros familiares pudriéndose debajo de la tierra”.

Con las primeras gotas de lluvia, Elmer, Eufemia y Alejandro, acompañados de voluntarios y del personal del Ejército, van descendiendo por la carretera, camino a El Rodeo. Prevenidos por los lahares del día anterior, no quieren arriesgarse a quedarse atrapados o a ser arrastrados por las corrientes de lodo y rocas. Donaldo Chután Enríquez, agente de la PNC, murió la víspera cuando trataba de acceder a la comunidad Sangre de Cristo, en otro punto en la ladera del volcán. Quienes tienen a sus muertos en Los Lotes regresarán mañana, es un hecho. Y pasado, y al día siguiente; hasta encontrarlos. Sin apenas recursos porque pobres eran los fallecidos y pobres son los que se arriesgan para recuperar algo que poder enterrar. A pesar de ello, si nadie lo impide, volverán, solos o acompañados, con maquinaria o con palas, hasta rescatar todos los restos de sus familiares que puedan.

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