Bien podría hacerse una tesis acerca de la psicología social de los guatemaltecos en orden a las patologías que presentan quienes se arrogan ciertos liderazgos políticos. Porque no hay tales liderazgos. Son puras deformidades que rayan en la vulgaridad, la chifladura y el descaro.
Vale la pena desmontar todas esas infamias, ya que los politiqueros que hoy dirigen muchos partidos políticos están lejos de atreverse a ser los mejores basándose en la verdad y la justicia.
Para lograr ese desmonte es necesario saber que la psicología social «es el estudio científico de cómo los pensamientos, sentimientos y comportamientos de las personas son influidos por la presencia real, imaginada o implícita de otras personas» [1]. Y esa influencia, en orden a la psicopatología política que nos inunda, es lo que debemos defenestrar. Para ello es indispensable poner en el tapete ciertas posturas tradicionales que incluso hemos llegado a considerar normales a fuerza de recurrencias y atavismos.
Primera postura: la del que sabe más. Es muy común en nuestros pueblos, particularmente en el interior de la república, encontrar personas que se arrogan títulos, conocimientos, grados académicos y ciertas experiencias de las cuales en su vida real carecen. Cuando se hace un análisis de su historia de vida, no encontramos algo más que fracasos familiares y empresariales y disfuncionalidades que se cubren con una máscara de sabelotodo. Pero allí están pontificando y presumiendo de lo que no tienen.
Segunda postura: la del falso humilde. A estos pseudolíderes se los reconoce porque, aunque pregonan igualdad, libertad y fraternidad, como si hubiesen sido paladines de la Revolución francesa, constantemente descalifican a quienes, según ellos, pueden significar una real competencia en el intento de lograr sus perversidades. Y en un estado de emoción violenta son capaces de proferir sandeces y amenazas. O, al mejor estilo de quienes se creen descendientes de criollos y nobles europeos, espetar imprecaciones discriminativas.
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Tercera postura: la de la incoherencia de vida. Aquí aparecen los falsos religiosos, los que a manera de saludo bendicen a diestra y siniestra como si fueran ministros religiosos. Asimismo, los falsos moralistas. Y cuando les descubren sus inmundicias, recurren a versículos bíblicos a guisa de falacias ad misericordiam. Un ejemplo claro es el uso que le dan al contenido de la Primera Carta de Juan, 1, 9, que reza: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad». Estas personas son tan pagadas de sí mismas que pretenden, con un error de juicio (la falacia), convencer a la población y a todo un sistema legal de que reconocer sus faltas los hace dignos de quedar fuera del brazo de la justicia.
Cuarta postura: la del criminal recurrente. Con no poco estupor vemos y oímos a politiqueros ya condenados por sus crímenes volviendo sobre sus pasos. Su argumento es: «Ya pagué mi deuda con la sociedad y tengo todo el derecho a resarcirme». Por supuesto, el derecho a ser arte y parte de un conglomerado social lo tienen, pero ¿habrá en ellos solvencia moral para dirigir el Estado? En ese contexto los hay quienes, aun estando engolfados en sendos procesos judiciales, pretenden posicionarse como salvadores de la patria.
Estimados lectores, hay muchas más posturas que deberíamos reconocer, pero, si logramos arrojar de los escenarios del liderazgo político a quienes les encontremos rasgos de las cuatro posturas anteriores, mucho habremos hecho.
Recordemos: la vieja política se resiste a morir.
[1] Allport, G. W. (1985). «The historical background of social psychology». En G. Lindzey y E. Aronson (eds.). The Handbook of Social Psychology. Nueva York: McGraw Hill.
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