La realidad de Guatemala es compleja y contradictoria, plagada de desafíos y de malas noticias que hacen difícil el trabajo del analista político, especialmente si de lo que se trata es de entender las dinámicas perversas que subyacen por todos lados y que sistemáticamente impiden a los guatemaltecos encontrar la ruta para una mejor sociedad y un mejor entramado legal-institucional. Especialmente si se toma en cuenta que la esperanza de cambio que se abrió en el 2015 parece alejarse cada vez más mientras el nuevo gobierno va demostrando su verdadera naturaleza profunda. Las viejas prácticas políticas plagadas de soberbia, autoritarismo y clientelismo parecen haber vuelto con fuerza, ahora envalentonadas porque el contrapeso que ejercía la Cicig ya es historia. La prueba fue el proceso de aprobación del decreto 4-2020, la llamada ley de ONG, cuyo trasfondo parece ser el control de los esfuerzos transformadores que no son del agrado del gobierno de turno.
Paradójicamente, la aprobación de una legislación no es garantía de que se cumpla, aunque, cuando hay interés político de quien gobierna o de algún actor socioeconómico importante, seguro que siempre habrá forma de aprobar y hacer cumplir las leyes que convengan, aun si para ello se hace una interpretación antojadiza del marco legal. Por otro lado, si hay una ley que no se quiere hacer valer, siempre habrá forma de evadirla o minimizarla mediante la capacidad de los operadores del sistema de justicia para hacer interpretaciones antojadizas de la ley, especialmente si hay contradicciones, lenguaje ambiguo o vacíos legales.
La capacidad de utilizar el marco legal e institucional para legitimar los recorridos alternos del poder es, por lo tanto, uno de los aspectos más relevantes de lo que ahora se conoce como anomia del Estado: una arraigada cultura de transgresión que se manifiesta en que la ley solo se aplica al enemigo, mientras que siempre hay forma de transgredir el espíritu de esta cuando se trata del aliado o amigo. Por eso se teme que la ley de ONG, en vez de buscar transparentar los fondos de tales organizaciones, busque intimidar, acallar e incluso perseguir a aquellas que no son del agrado del poder político, empezando, claro está, por el Codeca y el CUC.
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Las reformas legales en sociedades anómicas como la nuestra, por lo tanto, no representan una garantía suficiente de transformación. Demasiadas leyes duermen el sueño de los justos, esperando la alineación de factores que permitan su aplicación, y la primera de tales condiciones es que el gobierno de turno las vea favorables a sus intereses.
Justo por ello los economistas Levitt y Dubner sitúan el problema de la transformación estructural no en la sanción de leyes per se ni en su aplicación severa, tipo cero tolerancias, sino en los incentivos que tal legislación provoca: mientras no se les den motivos e incentivos de transformación a los actores políticos, estos seguirán anclados en la repetición de las prácticas de abuso de poder, clientelismo político, tráfico de influencias y corrupción. De hecho, ya la Cicig y el MP demostraron en el período 2015-2019 los límites de la transformación vía las reformas estructurales y la persecución penal, aspecto que solamente provocó el reacomodo conservador que vivimos en la actualidad. El camino de la confrontación, tan utilizado en Guatemala, ya demostró hasta la saciedad que no lleva a ningún lado.
Mientras no encontremos la combinación de reformas y acciones políticas que incentiven a los actores al cambio, seguiremos padeciendo ciclos de crisis y polarización. Seguiremos enfrascados en un dilema del prisionero ampliado, que permite que, aunque todos quieran cambiar, en realidad los incentivos perversos estén tan arraigados que, al final, todo cambio se haga para que todo permanezca igual.
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