Comienza por decir que lo ha pensado mucho y que ha decidido que este año, a sus 75, participará en la procesión del Jesús del Gran Poder, el acto mayor de la Semana Santa del Quito católico: la procesión del Viernes Santo que recorre las calles coloniales del Quito antiguo.
De nada sirven las consideraciones de mi hermana, casi graduada de médica, sobre el estado de las rodillas de mi padre ni las preocupaciones de mi hermano, un experto en servicios de salud desde la perspectiva del usuario —algo así como un paciente recurrente que ha aprendido mucho en el camino—. Tampoco sirve mi ofrecimiento de comprar el DVD —pirata, por supuesto— de los mejores momentos de la procesión del año pasado. Tenemos cucurucho en la familia.
Dejo por un lado los audífonos, pongo en pausa a The Fumes con Jazz (2016) y les dejo el paso libre a algunos recuerdos sobre la iglesia del convento de San Francisco en alguna Semana Santa a finales de los 90, con sus criptas subterráneas abiertas para que quienes quisieran visitar a sus muertos de otros siglos lo hicieran.
Las paredes cubiertas de pan de oro brillaban bajo la iluminación eléctrica, mejorada con alguna de las restauraciones de la época, e iluminaban la imagen de un cristo sangrante cargando en su hombro derecho una cruz, con su corona de espinas en la cabeza y en hábitos franciscanos. En la nave central había también una banda de metal que un par de semanas más tarde participaría en un festival y que había acudido en sus mejores galas a solicitar la bendición de sus instrumentos. Fe y sincretismo puro y duro.
La procesión tiene como personajes cucuruchos y verónicas, los primeros en sayales morados y las segundas en sus velos negros, pero se puebla de imágenes surrealistas: penitentes que hacen el recorrido en rodillas y otros que se autoflagelan o arrastran cadenas atadas a sus tobillos. Todo el imaginario de la expiación de culpas sale de paseo por el centro histórico de Quito en la misma fecha para desangrarse un tanto. El año pasado, unas 76,000 personas marcharon detrás de las andas, a las cuales les abrieron paso motociclistas de la Policía Nacional del Ecuador en su uniforme de gala.
Mientras el grupo de WhatsApp se llena de otras posibles consideraciones médicas o del tiempo para cubrir otras obligaciones familiares, pienso también en las interminables discusiones en redes sociales en Guatemala entre quienes defienden la tradición de las procesiones y quienes reclaman por quedarse atrapados en sus casas o en interminables filas en el tráfico.
Usualmente —y cuando puedo pagarlo— mi espiritualidad prefiere una playa en el Caribe de Costa Rica, donde suelo esperar la salida del sol en Punta Uva escuchando Echoes. Este año no es el caso. Estaré en la ciudad, probablemente escuchando Evil, de los Black Keys, Automobile, de los Fumes, o simplemente Space Oddity, de David Bowie, y pensando que seguramente debería estar acompañando al novel cucurucho con los audífonos camuflados bajo el sayal.
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