Benedetti refleja historias cotidianas de habitantes de su ciudad. Y entre esas no podía faltar una dedicada al futbol: Puntero izquierdo (1954), un relato narrado en primera persona por el tipo que se vende a los apostadores locales para perder una final, pero no puede resistirse a anotar el gol del triunfo que le vale el ascenso a su equipo y a él una larga estancia en el hospital luego de la paliza que le propinan varios matones. En cierto punto, la historia regala estas líneas: «Aquí no es el Estadio, con protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí, si te hacen un penal, no te despertás hasta el jueves a más tardar».
Pocas palabras tan sinceras. El futbol, según lo recuerdo, era algo que se aprendía en el barrio y en la escuela, en canchas de tierra o de cemento. Los fundamentos no se enseñaban como ahora, en una academia franquicia de algún club europeo, con entrenadores de aspecto severo que preparan para niños y niñas de cinco años circuitos de obstáculos y de fuerza que yo difícilmente completaría. Lo mismo me resultan incomprensibles las charlas técnicas, que las madres que siguen el entrenamiento parecen entender a la perfección.
La cotidianidad de la que habla Benedetti es la que provee al futbol de su encanto, más allá de las academias y las acrobacias de quienes ganan la Champions y de los esperpentos de quienes la pierden. El futbol sigue siendo cuestión de imágenes e instantes que surgen alrededor de una cancha, con protagonistas como la novia del juez de línea, que viene a verlo trabajar y asume una imagen de abnegación y de paciencia a prueba de balas, insultos y burlas cada vez que su amado señala una posición adelantada.
También está ese chico de 14 años con una cara a medio camino entre la derrota y el aburrimiento, que seguramente tiene el que considera el peor empleo del mundo: es el encargado del marcador manual de un estadio que se quedó en los años 80. Cada gol significa cambiar los números pintados en latones de aluminio, subir por una vieja escalera y cambiar las cifras en una estructura que pide a gritos una mano de pintura.
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Por supuesto, el futbol colecciona historias de arrogancia pura y dura, como las de ese Boca que, después de perder con Once Caldas la final de la Copa Libertadores en 2004, abandonó la cancha y no apareció para la premiación, pues no sabía que al segundo lugar le daban algo.
El futbol es una señal de identidad de aquellas que siembran camaraderías perdurables y a prueba de lesiones y de escasez de títulos. Particularmente, jugué en dos equipos con esas características. El primero nació en la facultad de Derecho y fue nombrado en honor de una marca de preservativos retirada del mercado en los años 80 en razón de alguna demanda sanitaria. El segundo llevaba el nombre de una escultura fantasmagórica a medio camino en una carretera que va de la costa a la serranía del Ecuador. Con el primero, uno de nuestros mayores logros fue lesionar a nuestro delantero estrella festejando un gol en un partido celebrado en un barrizal a 3,600 metros de altura. Con el segundo gané un campeonato en una cancha de tierra que también podría haber sido alquilada como campo de motocrós.
Estas líneas se terminan mientras en la misma librera me encuentro de frente con Tarántula, de Bob Dylan, que abro solo por el placer de tropezarme con estas palabras en el prólogo: «Poets and writers tell us how to feel by telling u how they felt. They find ways to express the inexpressible. Sometimes they tell the truth and sometimes they lie to us to keep our hearts from breaking».
Casi como el futbol, pienso.
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