Sean originados por violencia o por pobreza, muestran la dura realidad de una fase de la historia de la humanidad que abunda en argumentos para intentar manejar la situación, pero no para solucionarla. Estos son los casos en los que nada se soluciona controlando los efectos. Hay que ir a las causas, que, siendo evidentes, no son sujetas de ser enfrentadas con medias tintas. Hay que recuperar las condiciones que existían antes de que se originara el fenómeno migratorio, sea este causado por la violencia o por la pobreza.
En Guatemala, las migraciones de las zonas rurales a la ciudad capital han tenido diversas causas: la guerra interna, el terremoto de 1976 y un modelo equivocado de preservación y desarrollo del medio rural. Luego, y con una lógica férrea de continuidad del fenómeno, se ha desarrollado el flujo migrante hacia los Estados Unidos de América, que ha llevado a moldearle un carácter económico y social a la Guatemala actual.
Ha llegado el momento en que, por diversas razones, el fenómeno debe ser controlado. Pero no se va a controlar ni con muros ni con balas ni con capturas ni con deportaciones, ni siquiera con llamados a la conciencia del riesgo que representa para la vida y la seguridad de los migrantes la consideración de iniciar el viaje. Porque a la larga va a ser igual de peligroso llegar y quedarse: las condiciones de los trabajos que nuestra masa migrante puede desempeñar en los Estados Unidos se limita a los oficios más peligrosos y menos remunerados, aquellos que incluso una máquina en estos tiempos de robotización y de drones no está en condiciones de desempeñar, a lo cual hay que sumar las condiciones propias del migrante en materia de capacidades, habilidades y conocimientos.
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Acá el problema es que no tenemos manera de generar ingresos, además de unos niveles de violencia alarmantes y una degradación ambiental constante y consistente, entre otras vergüenzas mundiales como los niveles de una desnutrición crónica que seguramente ha dejado baldada física e intelectualmente a más de una generación de guatemaltecos. O sea, simplificando, vamos en el camino inverso al desarrollo. Estamos practicando el contradesarrollo. Y ni siquiera digamos que son la desigualdad y la inequidad las que en los últimos años han originado esta situación, ya que no estamos creciendo económicamente. Lo que se ha producido es muy poco. Tenemos una economía altamente improductiva.
Si los distintos enfoques en materia económica y social no nos aportan propuestas para detener las causas del fenómeno, es porque estos lo abordan desde perspectivas parciales y con sesgos de intereses desde económicos hasta ideológicos, cuando lo que urge es un pragmatismo a ultranza y un ejercicio de redefinición. La lógica del modelo debe llevarnos a recuperar las condiciones anteriores a que las personas migraran en la cantidad y forma en que lo hacen ahora. Lo menos que se debería tener es una economía real produciendo bienes y servicios, proveyendo a un mercado interno y generando ingresos para familias, empresas y Estado.
Abordar con un enfoque estructuralista simple la recuperación de las condiciones económicas y sociales mínimas para que la gente pueda vivir en su tierra es una propuesta, pero también es importante la ruta. Y, con las disculpas para quienes se apasionan por los temas y sus modas, no cabe duda de que hay que ir primero al medio rural. Si bien las ciudades y su planificación son materia actual, la desatención en que se encuentra el área rural debe ser superada, pero lejos de los enfoques torcidos de vividores disfrazados de políticos, de doctrinarios, de promotores de políticas, de instituciones y de leyes a la medida para medrar a gusto con la cooperación y la militancia. Igual de lejos hay que mantener a aquellos promotores de los modelos de producción excluyentes, que erosionan las condiciones de creación de capital humano y natural.
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