Saca una bolsa de adentro de otra bolsa, en lo que aparenta ser un loop interminable, hasta que llega a la que guarda el babero blanco con figuritas anaranjadas y azules. Lo estira y lo cuelga al cuello de la niña. Hay tanta luminosidad en sus gestos. Le pregunto qué se siente ser mamá. «Es como que todo lo que antes te parecía importante desaparece y solo estás tú y ella». Victoria estira su mano, que aprieta un pedazo de pan, y la dirige hacia mí. Hace el gesto de compartirlo conmigo mientras yo finjo comerlo.
Siento que el momento está inundado de magia. Ha sido su descripción lo que me ha conmovido, la seguridad con la que me respondió, sin detenerse siquiera a pensarlo. Me gustan esos momentos cuando la imagen aparenta congelarse y la puedo repetir cuantas veces quiera, como quien repasa un sueño.
Y, sí, todo desaparece. Como ahora que estoy ahogándome entre el incienso, que adopta cualquier forma y se cuela por cualquier rendija de la madera resquebrajada del restaurante sobre la calle del Arco en la Antigua, donde mi hermana y yo estamos sentadas una frente a otra. Ya se oye la marcha fúnebre cada vez más cerca. Las personas comienzan a apelmazarse en las orillas de la calle, pegadas afuera de los comercios, con los celulares en alto. Se ponen de puntillas para ver pasar la procesión que ejemplifica el entierro de Jesús. El sonido seco del tambor se siente por dentro, como en el pecho. La dueña del restaurante se aclara la garganta y se dirige a todos los que estamos allí, pero sin dirigirse realmente a ninguno. «Me van a disculpar, pero esto solo se ve una vez al año y, para algunos, una vez en la vida. Así que voy a apagar todas las luces y silencio, por favor». Nos quedamos en la oscuridad, dejamos que se instaure por completo el silencio, y la procesión pasa majestuosa. Brilla tanto que duele mirarla y se vuelve a detener el instante. «Como si todo desaparece y solo estás tú y ella [mi hermana]». Así lo siento y es magia, creo.
Los días están transcurriendo muy rápido. Y ahora acá llueve todo el tiempo. Voy caminando por la calle con mi sombrilla barata que no resiste el aire y se invierte por completo. Entonces empiezo a repararla pisoteándola sobre la acera con timidez hasta terminar somatándola con violencia. Se rompe. Es de noche y hay tanto frío que el aire huele a hielo. Ahora voy caminado bajo el agua. Se ha ido la luz, así que voy por la calle ennegrecida, silenciosa, abandonada, sin miedo. Desde que vine a Madrid, ya me acostumbré a no tener miedo. Y entonces, en un segundo, se encienden todos los faroles. Es magia también, ¿no?: ir caminando por una calle a oscuras y que de repente irrumpa una claridad que te traspasa. Es magia. «Como si todo desaparece y solo estás tú».
Esa frase que no me abandona desde que la escuché y que me brota en distintos momentos. Creo que es poética, certera, apta, al igual que ciertos instantes, ciertas personas, ciertos lugares, que son magia. No sé por qué, pero, después de oírla, me he quedado meditando que, por dentro, tal vez, nosotros somos magia también.
Y que eventualmente todo desaparece.
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