El estudio, aunque de gran relevancia, pasó casi desapercibido. Mientras cientos de personas —entre ellas, funcionarios públicos— se vistieron y pintaron de naranja para mostrar su rechazo a la violencia contra las mujeres, estas siguen siendo ciudadanas a medias. Una ciudadanía integral y verdadera se construye no solo mediante el reconocimiento jurídico de las personas, sino también mediante garantías para el respeto de los derechos humanos fundamentales de cada individuo —en este caso, de las mujeres—.
Los resultados del estudio mencionado arrojan que el 100 % de las mujeres participantes han sido víctimas de alguna forma de acoso en la ciudad. El que una mujer, adolescente o niña no pueda siquiera transitar libremente es un recordatorio constante de las limitaciones que ella afronta para alcanzar la condición de ciudadana, a la cual los hombres acceden automáticamente. Hoy en día, la ciudadanía femenina —todavía limitada— es producto de una larga lucha aún a la mitad, pues una mujer cuya dignidad es violentada al caminar por la calle difícilmente se sentirá satisfecha de formar parte de una sociedad que dice apreciar quien ella es (claro, siempre y cuando no intente serlo plenamente).
Parece que en la ciudad del futuro solo hay dos posibilidades de ser respetado: ser hombre heterosexual (con todo el estereotipo de macho que ello implica en este contexto) o mujer sumisa. Además de ello, en ambos casos, no indígena. El informe permite identificar que, para hombres y mujeres, el acoso sexual es algo normal, con lo que se debe aprender a vivir en Guatemala.
Este proceso de normalización responde a la visión machista y patriarcal históricamente construida en Guatemala. Según una de las participantes, «el acoso verbal es costumbre». Además, entre los hombres, «si están con sus amigos y no dicen nada [no acosan], entonces son huecos» (el resaltado es mío).
Por otro lado, el 64 % de las mujeres que participaron en el estudio consideran que el acoso sexual es producto de provocaciones de las mismas mujeres. Los participantes también coinciden en que las mujeres «deben darse a respetar». Esto muestra cómo el acoso sexual no se queda en los espacios públicos, sino que se arraiga en el pensamiento de las mujeres y se refleja en la forma como ellas piensan de sí mismas.
Otra de las participantes expresó: «Nosotras no sabemos vestirnos. Yo vengo con una blusa pegada […] Uno quiere que lo miren. Uno esta marcando el cuerpo para la vista morbosa. Somos nosotras las que nos pasamos. Las mujeres no se respetan».
Esta realidad violenta es aún más profunda para las mujeres indígenas. La condición de mujer e indígena implica un doble grado de vulnerabilidad. A la construcción histórica de una sociedad machista se le suma el racismo, tan arraigado y reproducido cotidianamente. Uno de los participantes explicó que ello se debe a que las mujeres indígenas se presentan como «ignorantes y [a que los hombres] piensan que se pueden seducir o abusar de ellas [sic]. A las señoritas de raza indígena, por su humildad o ignorancia, las molestan» (resaltado mío). Sin embargo, las mujeres (no indígenas) no consideran que ser indígena sea una condición que constituya mayor vulnerabilidad. A ello, una de las participantes agregó: «La mayoría se quitan el corte y son tomadas como todas».
Los resultados de este estudio reflejan que muchos guatemaltecos comprenden la sociedad en la que viven desde una visión binaria (hombre-mujer, pobre-rico, indígena-ladino/mestizo, etcétera) y favorecen la construcción del otro como negativo e inferior. Por lo tanto, aquellos modelos de ser históricamente reforzados serán siempre los dominantes, los del poder. Por eso hoy más que nunca debemos desaprender dichos modelos y comprender que aquella mujer que camina por la calle es tan otro como yo.
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