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La ciudad de El Adelantado es un pueblo fronterizo

La historia de mi papá es un poco distinta y se asemeja a las películas del lejano oeste: un vaquero llega a apoderarse de tierras que parecieran no pertenecer a nadie.
El puente era lo más moderno y sofisticado de aquellos tiempos en Pedro de Alvarado, y, yo creo, lo más moderno y sofisticado de lo que aún hay hoy.
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La ciudad de El Adelantado es un pueblo fronterizo

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

Mi madre nunca borró la mancha de sangre que dejó mi padre al morir. Tengo la certeza de que la marca estuvo ahí durante dos meses porque fue lo que tardé en reunir el valor de mirarla de frente y no llorar a gritos por él.

Ahora he tomado el carro y he viajado de regreso, desde mi vida en la capital, a mi pasado, por Semana Santa. Cuando faltaban quince kilómetros he subido la temperatura del aire acondicionado. He pensado que me esperan 32 grados y que debo prepararme porque ya he perdido la costumbre. Al llegar a casa, he seguido el ritual de los últimos años: he saludado a mi madre y he bromeado con mi sobrina. Le he dicho que la consentida de la casa ahora soy yo, porque he retornado apenas por unos días. Me ha mirado y ha reído, sin replicar. El calor es tan intenso que mi cara, cuello y brazos se han humedececido por el sudor de inmediato y de súbito he sentido la necesidad de meterme a mi cuarto con el aire acondicionado a 20 grados. Esta vez no lo postergo más y voy al lugar de esa mancha que ahora, después de siete años, ya no existe. Aquí murió mi padre un 19 de febrero de 2011.

Recordar.

Ahora es algo más fácil.

Ya no me duele tanto.

Ya sólo queda apenas eso. Ya no hay mancha. Se esfumó: Las fuertes lluvias de seis inviernos se la llevaron, o la escoba que religiosamente pasa a diario una de las empleadas. O fue el tiempo, que también me hizo pensar cada vez menos en lo que sucedió esa tarde de febrero, cuando de adolescente conocí el dolor. Esa sensación que es como si alguien golpeara tu pecho mientras aprieta tu garganta y hace que un grito se convierta en llanto para finalmente ponerte de rodillas.

Pero yo quería recordar y me he detenido donde quedó la mancha de sangre, porque en cierto modo ese lugar representa mi pueblo del presente, mi historia, mi casa, mi padre, mi dolor.

Aquí mataron a mi padre.

Parada ahí he recordado que hace doce años me llevó a montar caballo a su finca, a veinte minutos de casa. Llegar era extenuante: no había asfalto y el camino estaba lleno de esos grandes baches que deja el invierno cada año. En la ruta, fincas llenas de milpa y vacas rodeaban el camino y unas pocas montañas se veían muy lejos. Era un camino despoblado, ocasionales hombres pasaban en sus bicicletas o a caballo. Todo eso —poco— sucedía afuera, mientras mi padre y yo íbamos dentro del picop con aire acondicionado del carro que nos aislaba del calor intenso. Como ahora mi habitación me aísla de la temperatura exterior y de mi pueblo entero.

Nunca me había subido a un caballo. Él sabía que nunca me había subido a un caballo.

A pesar de ello, me montó en él y se fue. Yo sentía me sentía como si hubiera trepado a lo alto de un árbol inestable en una tarde desapacible. Minutos después regresó y sin acercarse mucho le oí que me gritaba: “No le vayas a jalar fuerte las riendas y tampoco lo vayas a patear fuerte, porque es arisco y te va a tirar”.

Me quedé inmóvil, helada del miedo, y luego lo vi desaparecer en la inmensidad del campo. Así me sentí la tarde en que él murió: impotente, abandonada a una montura hostil e impredecible que no aceptaba ningún movimiento brusco mientras asimilaba con pavor que él se iba y que a diferencia de aquel día soleado en la finca, nunca más lo volvería a ver.

***

Cada vez me cuesta más regresar, porque no hay regreso posible, completo. Todo es falsa expectativa o nostalgia extrema. Aquí nací y aquí vive la mayor parte de mi familia. Pero ya no me gusta, si es que alguna vez me gustó. Ya no vuelvo mucho. Me quedaré cinco días. Y trataré de ser justa. El sol es intenso, es seco, hace mucho calor.

Poco a poco vamos a ir desesperándonos.

***

Nací en un pueblo que hace frontera con El Salvador y el nombre de un conquistador lo blasona: Ciudad Pedro de Alvarado, en Jutiapa. Lo llamaron así porque aseguran que por ahí pasó El Adelantado. Lo de ponerle “Ciudad” aún no me lo explico más que como una esperanza o un delirio de grandeza, y nadie me da respuesta cuando pregunto. Mi bisabuela, mi abuela y mi madre la conocieron como “Frontera El Pijije”, en honor a unos pequeños patos de color café y negro que habitan en una laguna cercana al centro del pueblo.

Pedro de Alvarado es como el resto de los pueblos del Oriente: una de esas poblaciones que parecen implantadas en monótonos desiertos, limitados solos por unas cuantas montañas que se ven a lo lejos, municipos de clima cálido, tierra reseca y abundancia de lujosas gasolineras.

No hay mucho que hacer y ni mucho que ver en este pueblo. No hay muchos lugares atractivos, ni laguna llena de pijijes. Quizá la playa sea la única atracción. El mar, el océano Pacífico, queda a 35 kilómetros. Ciudad Pedro de Alvarado para muchos no es más que un lugar de paso hacia El Salvador o Guatemala, tortuoso por el decadente sistema aduanero del país. Largas filas de tráileres yacen detenidas, pero en tensión, durante horas cada día sobre la carretera, a la espera de que se disuelva el coágulo aduanero. Esa es la imagen que muchos tienen de mi pueblo: un sol de tierra arrasada, y una quietud vibrante, como si siempre hubiera un motor a punto de arrancar para largarse de allí.

Crecí donde nací y donde estoy ahora: en una casa adosada a la parte trasera de un hotel y un restaurante. Está a la orilla de la carretera interamericana, a poco más de 300 metros de donde cada día se consumen los cambiadores de dólares y los agentes aduaneros.

De pequeña cruzaba en pijama todo el hotel hasta llegar al restaurante a buscar a mi mamá, que despierta desde la 5:00 de la mañana, se movía febrilmente de un negocio a otro para mantenerlos a flote con la ayuda de una decena de mujeres que también me criaron y considero mi familia.

Antes era así. Ahora, cuando llego, me encierro durante horas en un cuarto con el aire acondicionado a 20 grados y por las mañanas no me animo a levantarme temprano para buscar a mi mamá, ni a nadie, siento que ya no hay nada que hacer ahí, que levantarme temprano sólo haría que el tiempo pasara más lento. No tengo amigos con quienes desee conversar y mi único motivo es pasar tiempo con mi mamá, mi sobrina y a algunos familiares, los cercanos. En los cinco días que he venido saldré apenas dos días, y no pisaré el suelo: me subiré en el carro y pondré rumbo a la playa La Barrona y a El Salvador para encontrarme con otra parte de mi familia. El resto de los días me quedaré encerrada, un poco más que cuando era niña, entre estas paredes que siempre habité. Me cuesta estar aquí sin pensar que estoy en otra parte o sin tratar de olvidarlo. Mi madre, en cambio, lleva aquí 55 años y no tiene ninguna intención de abandonar este límite, esta línea divisoria, esta cesura, esta secesión.

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Ella llegó cuando tenía cinco. La familia migró desde otra frontera: la de San Cristóbal, Atescatempa, en Jutiapa. Los precios de los terrenos eran más bajos aquí, y su abuelo Héctor había comprado varios y creía que este destino les abriría mejores oportunidades de prosperar. No se equivocó.

La historia de mi papá es un poco distinta y se asemeja a las películas del lejano oeste: un vaquero llega a apoderarse de tierras que parecieran no pertenecer a nadie. Su abuelo —eso contaba— llegó de la cabecera de Jutiapa a Pedro de Alvarado al finales de 1920 y durante días o semanas, recorrió a caballo largas extensiones, en un éxtasis febril.

Al cansarse, se detuvo, al detenerse, las delimitó, y luego las inscribió en el registro como propias.

Yo dudo de esa versión, pero nunca lo investigué ni la cuestioné. La mitología familiar reza que esa es la razón por la que mi abuelo y sus hermanos se hicieron de buenas porciones de tierra que pudieron repartir entre decenas de hijos. Con su relato nuestros antepasados aparecían como pioneros o colonos, gente aventurera que había ido domesticando los territorios agrestes e indómitos del sur de Jutiapa.

Cuando mi padre era niño ninguna carretera interamericana unía Guatemala con El Salvador, y ni siquiera existía una frontera formal. Para pasar El Salvador cruzaba en lancha el río. Cuando mi madre llegó a Pedro de Alvarado ya había separación y pasadizo, aduana y carretera y puente. En menos de un minuto ella podía trasladarse a tierras salvadoreñas. Nacer y crecer en una frontera es vivir con la constante idea de que se pertenece a dos países o, lo que en cierto modo es lo mismo, a dos culturas. En ese tipo de pueblos como el mío los límites y divisiones sólo son legales y un poco ficticias la mayor parte del tiempo. Pero a pesar de que por esa zona transitan constantemente nacionales y foráneos, quienes deciden quedarse ahí se permean de un conocimiento muy limitado de lo que es el resto del mundo, porque a pesar de tener un poco de dos culturas, deciden construir una frontera en su interior y se aferran a lo que tienen y a lo que creen. Por eso entonces el puente podía verse como un salto hacia el futuro, que era un poco un salto hacia otra parte. El puente era lo más moderno y sofisticado de aquellos tiempos en Pedro de Alvarado, y, yo creo, lo más moderno y sofisticado de lo que aún hay hoy.

Debajo del puente hoy reptan los restos del río. El río se llama Paz.

Mis relación con ese puente y ese río es extensa, y los recuerdos innumerables. Algunos quedaron en fotografías y aunque en una de ellas no aparezca, siento como si hubiera estado ahí cuando la tomaron. Me hubiera encantado haber sido parte del pequeño viaje. La fotografía es popular y populosa: todos los miembros de mi familia materna descansan a orillas del río una tarde de verano a finales de los años ochenta.

En la foto se ve a todos mis tíos, que usan pantalonetas cortas, parecidas a los de los jugadores de fútbol de entonces. Mis tías y primas llevan todas bermudas y camisas. Entre la muchedumbre se ve a mi mamá y a mis tres hermanos abrazados. Sonríen junto a los trastes repletos de comida. Me gusta imaginar que era caldo con gallina asada, porque eso es lo que solía hacer mi mamá cuando de pequeña nos llevaba a pasar la tarde al río y mí me encantaba, aún me encanta. En esa época el río estaba limpio, y tenía muchas piedras de distintos colores que solíamos lanzar al agua. Era divertido entonces.

Ahora el Paz es una estría reseca, un largo y brillante jirón de plástico y veneno, que hace un ruido sofocado, como quien va a extinguirse. No creo que sea culpa de los que viven ahí. Tengo para mí que es responsabilidad de los sembradores de caña y palma, que hace menos de una década descubrieron en mi pueblo los terrenos amplios y secos (pero cercanos a una enorme fuente de agua), que podrían multiplicar su producción.

Pero el río Paz también es también un surco en el viaje hacia el American Dream. Miles de migrantes centroamericanos, en su mayoría salvadoreños, lo han atravesado en las areas más angostas, como a 3 kilometros hacia al norte de la zona controlada por las autoridades. De adolescente, hace unos 14 años, los “coyotes” solían decir que el mejor horario para cruzar, en enormes tubos negros de llantas, era el de la madrugada. Para algunos eso es el primer obstáculo, otros más optimistas dicen que es donde empieza el camino. ¿A cuántos ha ayudado a escapar de la violencia y la pobreza? ¿A cuántos futuros desaparecidos ha visto ese río pasar? No lo sé, pero me consta que ha sido noble con ellos: es un río tranquilo, que le hace justicia a su nombre, hasta donde sé nadie ha muerto al cruzarlo.. El fatigado Paz muere 30 kilómetros más abajo, engullido por el agresivo mar del Pacífico, y su agonía le confiere a mi pueblo su único paisaje hermoso. Cuando me he metido a nadar a la bocabarra, siento en los pies la corriente fría del río y en los brazos la entrada del mar, más caliente y salada. A un lado queda una playa inabarcable con olas que se desploman sobre ti como cuando demolen un edificio; y al otro el torrente fluvial escoltado de manglares que refrescan el área. Nadie visita esta bocabarra hermosa si no es de la zona. Ningún turista. El camino es tortuoso (un sendero empedrado y los restos de puente Bailey derruído) y solo vamos los acostumbrados. A finales de los noventa, el Gobierno central contrató a una empresa para que pavimentara el tramo que lleva al mar, pero aunque un rótulo da fe de que el proyecto de carretera que va de Pedro de Alvarado a la playa La Barrona se hizo y se pagó, el asfalto recorre apenas una cuarta parte de la ruta. En la playa, veo que las cosas aquí han cambiado poco, pero han cambiado. Las casas soterradas en la arena, por ejemplo, me recuerdan que no es el mismo mar que conocí de pequeña. Se ha acercado, como una amenaza, y ahora invade lo que era el lugar más seguro para bañarse a salvo de las grandes olas.

Hoylos lugareños andan algo revueltos por una muerte que hubo el día anterior. Hablan de un hombre ahogado, secuestrado por el mar mientras intentaba abandonarlo después de haber rescatado a una niña.

Hoy ha sido el mar la noticia, el ahogado. La mayoría de las veces aquí son las siluetas nocturnas de otros hombres las que se comentan como rumor o como noticia: hombres que sueñan con Estados Unidos pero de una manera distinta a los que atraviesan el río: lanchas rápidas que transportan cocaína rumbo al norte, y acortan las horas y el hastío y la pobreza y a menudo la vida. Cada vez que La Barrona sale en los noticieros es porque la Agencia Antinarcóticos de EEUU o la Policía Nacional Civil allanan algún establecimiento.

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Pero en general, como el río moribundo, también el furioso mar ha sido noble con sus habitantes, porque muchas de las gentes de La Barrona han prosperado. Grandes chalets a la orilla de la playa, el desarrollo turístico y comunitario del lugar. Es común ver picops 4x4 y decenas de hombres armados con rifles automáticos que recorren rápidamente y sin ninguna complicación —conocedores de la zona— el empedrado camino hacia el mar y el descoyuntado puente Bailey.

Hombres armados que venden cocaína y trafican personas.

Qué cliché. En el imaginario nacional en el oriente del país sólo puedes vivir bien si te dedicas al narcotráfico, pero es una idea falsa. En Pedro de Alvarado la gente vive sobre todo de la ganadería. Mi papá y mis tíos criaban vacas, algunas las vendían, pero la mayoría las ordeñaban y comerciaban con empresarios que producían yogures, quesos, o vendían leche embotellada. También sembraban milpa, pero era una actividad secundaria.

De esa dinámica económica está llena mi memoria. Como cuando mi papá salía a las cinco de la mañana hacia la finca. Como cuando en septiembre pelaban los elotes que él había llevado y hacían tamalitos o atol. O como cuando de pequeña iba a la casa de uno de mis tíos para ver cómo hacían el queso y comérmelo recién terminado. Y de cómo todo eso llenaba la rutina diaria y anual de mis padres, mi familia y de mi infancia.

***

No disfruto volviendo a Jutiapa, pero siento un gozo muy íntimo cuando digo que soy de ahí. La ética del esfuerzo, los paisajes amplios pero acotados, los momentos risueños que hicieron de mi infanca una etapa feliz que solo pude haber vivido ahí.

Aquellas tardes y noches con mis primos en la calle que queda enfrente de su casa. O esa sensación de distinción y de pertenencia al decir “mi mama” o “mi papa”, con un acento parecido al salvadoreño, pero con un tono de voz más elevado, como retador. O esas tres veces que me levanté temprano para ir con mi papá a la finca, para después comer en el restaurante de mi mamá el desayuno que ella le había preparado. La fotografía de cuando cumplí seis años, en la que estoy sentada en esas piernas que ya no existen junto a un árbol que no existe tampoco en el centro del patio de mi casa. Ese día mi padre llevaba botas de cuero, cincho de cuero, pantalón vaquero, camisa de cuadros y sombrero.

O la foto donde estoy, enana, diminuta, con mis tres hermanos y mi mamá en la fiesta de quince años de una de mis primas. O mi hermana mayor posando frente al único televisor que teníamos en esa época. O la imagen de mi madre joven montada a caballo con pantalones vaqueros, botas, sombrero y una camisa sin mangas de lona.

Son esas las imágenes de mi mente las que me hacen volver a Pedro de Alvarado, las que me hacen quedarme por cinco días en un calor intenso al que ya no me acostumbro, encerrada en su monotonía expectante, en este dormitorio con aire acondicionado a 20 grados, próximo a la temperatura del picop de mi papá el día en que me montó por primera vez a un caballo y después de desaparecer en el inmenso campo, regresó y me gritó desde lejos: “No le vayas a jalar fuerte las riendas y tampoco lo vayas a patear fuerte, porque es arisco y te va a tirar”.

Y yo no sabría decir ahora si me hablaba del caballo, de Jutiapa, o de la vida.

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