Habrá ya más de un ceño fruncido, bigote vibrante, tic nervioso o mueca de repugnancia en el rostro de algún colega, provocados por los usos de los conceptos en el sitio que no les corresponde: ¡cómo se atreve este pelón a usar categorías de la “ciencia” para cosas tan “banales” como las columnas de opinión!
Pues la idea es usar la teoría para nada más serio que hacer una parodia de este exhibicionismo de la escritura. El fin es promover algún tipo reflexividad crítica, de ser posible. Como ya he dicho antes, esto no es más que un gran teatro. Y no hay que olvidar que cada uno tiene sus divas y vedetes interpretando disciplinadamente roles distintos, bailando frenéticamente sus danzas. Por ello, si la desazón es provocada por alguna moralidad superior o conciencia perturbada, que considera que éste u otro son oficios realmente serios y delimitados, lo siento, pero yo no le apuesto a esas cosas, mi espíritu es mucho más travestido. Por eso hablo desde el intersticio.
Da para mucho, por lo mismo, la fabulosa paradoja implícita en el lugar y el tiempo donde se sitúa Plaza Pública: aquí nunca será tolerada la intolerancia. La fisura que conlleva, su proximidad con la imposibilidad, hace de ella algo de increíble belleza. ¡Me fascina! No hay problema si alguien discrepa y/o se enoja cuando le caiga el guante, mientras la medida de la norma sea la invitación al debate (qué liberal me siento diciendo esto último). ¿Es acaso el problema producir un tipo de escritura que pretende romper con las “autorizaciones” y “desautorizaciones” del uso público de los textos y formas de razonar?, ¿quien escribe es también quien determina aquello que debe ser escrito y aquello que debe ser silenciado?
Ser escrito es una práctica desconocida para los escritores en los medios masivos. No están acostumbrados a que los soben, pero sí están autorizados a sobijear. El asunto, me parece, es que más que libertad democrática a la expresión, la escritura implica cierta violencia. Mejor dicho, una terrible forma de violencia. Estoy hablando de una violencia que se aplica al otro, su infinita irreductibilidad, al inscribirlo en el código del yo, al minimizar su esplendor a lo mismo. Estoy hablando de esa forma de violencia que visibiliza una cosa con el fin de evitar que la mirada caiga en algún sitio “indeseable”.
Entonces, la pregunta que me intento plantear es mucho más compleja ya que la del inicio. No quiero saber solamente dónde estoy parado en el asunto de la escritura. Me interesa, aún más, dilucidar lo siguiente: si la escritura es violencia y la denuncia que hago de esa violencia es efectuada desde, mediante y hacia la misma escritura, ¿me estoy convirtiendo en otro más de estos violentos indistinguibles y terribles opinionistas públicos? Con toda certeza. Entonces, ¿es posible, de alguna forma, inmunizarse? Creo que, más que en la asepsia o la renuncia a la violencia de la escritura, esto último reside en la visibilización de los espacios de cinismo de la escritura dominante: es decir, romper con los marcos de autoridad que los mismos opinionistas se han creado para autoregularse en el dominio político de lo público.
Es como lo que pasa estas semanas. Por un lado, la violencia de la escritura dominante hace visible a las “masas alienadas” (que acuerpan las clases medias), el divorcio Torres & Colom. Les dan a entender que esto es lo más importante del mundo: amenazan con el derrumbe apocalíptico de los valores neocoloniales, la moral y las buenas costumbres inspiradas en la mojigatería criolla. El divorcio se convierte en un fetiche, en un irresistible objeto de deseo que a todos repugna, pero que resulta inevitable a la mirada. Todos odian, pero al mismo tiempo desean. Todos quieren decir algo, repetir, eructar el fétido aliento que evoca la remembranza de la inconsistencia. La fantasía que las hace de espejo ante las escisiones de un melancólico yo partido por una moralidad hipócrita. De un momento a otro, a todos les es permitido, efímeramente, el insulso goce de lo público, el placer necrofílico del suplicio que recuerda las ligerezas del espíritu y que se localiza, a fuerza mediática, en esos “otros” políticamente teatralizados.
Por su lado, algunos desesperados e impotentes académicos, estudiantes y activistas sociales gritan, se desangran ante el horror del innombrable despojo en el Valle del Polochic: despojo de tierra, de hogares, de alimentos y vida. Nadie escucha, muy pocos hacen algo. Y los indígenas mueren casi en silencio, como siempre. Para las “masas clasemedieras” parece ser mucho más alegre y productivo el “sucio” morbo del insulto, la hartazón de supuraciones y miasmas ajenas, cualquier cosa antes de movilizar el mundo por la vida, la dignidad y la autonomía.
La alternativa, entonces, puede ser la producción de estrategias contraideológicas ante los usos cínicos de la muerte: poner en evidencia las lógicas del secreto, de aquello que no quieren que veamos. Y no estoy hablando de producir más ideología, sino de comprender cómo la ideología dominante opera al mostrar solamente aquello que a “ciertos poderes” les interesa que veamos. La ideología nada oculta: dirige miradas, amenaza con una mano mientras el poder golpea con la otra, distrae con sus antiquísimos hechizos, como los del pan y el circo.
La apuesta es no sólo tratar de responder por qué la gente se excita cuando con el dedo les apuntan destripados en los tabloides o escandalosas moralinas victorianas. El reto es mostrar cómo, al mismo tiempo, todo esto impide la visibilidad de las muertes que produce un sistema que ha puesto en el horizonte la carroñera usura como guía de la razón: reestructurar tomando el morbo como condición de posibilidad de nuestro presente.
De ser requerida e intentando ir un poco más lejos que la Ideologiekritik de Sloterdijk, esa puede ser una definición del kinismo deconstructivista(si la entendemos como estrategia guía de los argumentos intersticiales): intentar comprender por qué el deseo cínico de muerte estremece hoy mucho más que el deseo de vida y, con ello, provocar una retroversión nietzcheana. Lograr la victoria de la comedia dionisiaca sobre la tragedia apolínea, buscarel dominio de Eros sobre Tánatos, de la “barbarie” sobre la “civilización”.
En suma, poner en evidencia no sólo la podredumbre de las estrategias del poder dominante, la denuncia de su cinismo ideológico basado en lógicas de lucro sobre la muerte, llevándolas al extremo de la banalización y la burla kinica, sino también la puesta en escena de otros espacios llenos de erotismo, inscritos en los poderes subalternos de la rebeldía (unos que posiblemente no hemos siquiera imaginado): aquellos que las hegemonías mediáticas no quieren que veamos. A partir de allí, socializar, buscar y debatir con otros académicos, estudiantes, activistas críticos y todos los que sea posible estrategias para la construcción de mundos alternativos, en donde se tenga a la vida como único criterio universal de razón.
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