Y esto es consecuencia de las relaciones de poder, de las relaciones tóxicas, de la objetivación de las mujeres, de la sexualización de nuestros cuerpos, del amor romántico y de muchos otros patrones que no se abordan desde la transversalización del género en el sistema estructural, político, educativo y económico del país. ¿Dónde está la educación integral en sexualidad? ¿Dónde están las políticas de género? ¿Dónde están nuestros derechos sexuales y reproductivos? ¿Dónde están las políticas para la construcción de una masculinidad diferente?
Ningún tipo de violencia es aceptable. Ni una sola vida debería faltar por consecuencia de la violencia. El Estado de Guatemala no reconoce la palabra feminicidio, con lo cual relega la responsabilidad únicamente al sujeto que realiza la acción al utilizar femicidio.
Sin embargo, al analizar los patrones de violencia y la ausencia del Estado en el tratamiento de la problemática, feminicidio es la acepción adecuada ante la responsabilidad del Estado en mantener y perpetuar estructuras de violencia y relaciones de poder entre hombres y mujeres a través de instituciones que se niegan a abordar el género de forma transversal, a través de un sistema misógino en el cual a las mujeres víctimas de violencia se las revictimiza por su condición de mujeres y en el cual los roles y patrones machistas se perpetúan en todas las esferas de la estructura estatal. El feminicidio involucra la responsabilidad del Estado, y este no la está aceptando.
Expresiones como «¿por qué estaba vestida así?», «¿por qué salió sola?», «ella se vestía provocativa», «tenía las uñas pintadas de rojo», «a saber qué hizo para que el marido se enojara», «algo hizo para terminar así», «la patoja andaba de traido en traido» o «la mujer ya tenía hijos», entre muchas otras, solo demuestran los prejuicios sociales con los que se sigue estereotipando a las mujeres sin que se respeten nuestra autonomía y nuestra individualidad y sin cuestionar el fondo de las causas de la violencia que se enmarca en ellas.
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Todas esas interrogantes y expresiones en el entorno, en el ambiente, en la psique de la sociedad, que han sido normalizadas, cuestionan y revictimizan a las mujeres, quienes en pleno siglo XXI no gozamos de las mismas garantías que los hombres en materia de derechos. La norma escrita no es la misma en sustancia al aplicarla o visualizarla en hombres o en mujeres. En la psique humana se presentan subjetividades machistas, androcéntricas y misóginas que impiden que el sistema avance en temas de género, lo cual limita que la norma sea aplicada en la práctica y cumpla el fin para el cual fue creada.
Las desigualdades de género provocan violencias. A las mujeres nos mata la violencia común, pero, más allá de ello, nos mata en vida y literalmente la violencia de género. La violencia común es solo una de las aristas de la violencia que nos trastocan. A las mujeres nos matan por ser mujeres, y ser mujer significa ser la pertenencia de. Nos ven como objetos de goce y de disfrute. Nos ven como objetos funcionales. Las mujeres no somos sujetos de derechos. No tenemos las mismas garantías ni los mismos derechos. A pesar de que estos son reconocidos en la norma, a las mujeres nos matan por ser mujeres. Y es ahí donde entra la sensibilidad de género: lograr observar sin esa cortina de hipocresía social que dice: «Hombres y mujeres son iguales». No, no lo somos y no lo estamos siendo.
A las niñas, a las adolescentes y a las mujeres nos violan, nos queman, nos apuñalan, nos desmiembran y nos matan. Esa saña es producto de la misoginia, y ese alto nivel de violencia reflejado en nuestros cuerpos es prueba de lo putrefacta que está la sociedad. Las relaciones de poder dañan. Las relaciones desiguales entre hombres y mujeres generan violencia y feminicidios.
A nosotras nos matan y nos siguen matando en la casa. Son 28 femicidios en 22 días. No se puede seguir ocultando que, más que femicidios, son feminicidios.
Violar y matar mujeres no es normal.
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