Aún puedo recrear con exactitud mi sábado por la mañana. Mirando el televisor con mi hijo, atento a la prueba de marcha. Barrondo en la salida, esperando su momento. La emoción e incredulidad cuando se metía en los primeros puestos. La alegría que compartía por teléfono con mi madre y mi hermana, ambas atletas aficionadas.
Enloquecí de felicidad. Bastaba mirar la cara de ese muchacho, concentrado, decidido, enormemente decidido a sobresalir. Una odisea su travesía por Londres. Competidores eliminados, el ruso que cae desfallecido y los chinos atacando como una máquina demoledora. Y ahí iba Barrondo, sin declinar.
Cuando entraba a la meta, tenía a mi hermana al teléfono. Ambos gritábamos de felicidad. No lo podíamos creer. Era un milagro. Alguien que tenía todo en contra había vencido todos los obstáculos que tuvo enfrente y podía ser testigo de su triunfo.
Los mapas de pobreza lo dicen: la región de Barrondo está en la miseria, él mismo creció en ella. En la radio en ese momento explicaban cómo había hecho para construir su casa con el dinero que recibió por la medalla de oro en los Juegos Panamericanos de Guadalajara, en octubre del año pasado.
Escuché también la entrevista a la madre. El reportero le preguntó qué haría para recibir a su hijo y ella respondió que no sabía porque entraba a trabajar al día siguiente y volvía en quince días. Vaya golpe. Luego dijo que su empleadora le dijo que tenía permiso de recibir a su hijo.
Explicaron lo del televisor: que Erick se los compró para que lo vieran ganar la medalla y que no la habían estrenado sino hasta ese día en la competencia. Me provocó una inmensa ternura y admiración. Más aún cuando lo oí decir en la radio, que deseaba que los muchachos dejaran las pistolas y los cambiaran por zapatos para ir a entrenar al estadio.
Estoy seguro que Barrondo vivió momentos oscuros. Las crónicas que surgieron después de la medalla nos lo cuentan: durmiendo en el piso de la casa del entrenador que no recibía paga, corriendo descalzo o con los zapatos de su madre, corriendo por su aldea. Pero de esa oscuridad proviene toda su luz, que resume esa frase contundente que aún retumba en mí, que Erick dijo en una entrevista: “A nosotros jamás nos despertó el sol. Cada día, lo fuimos a buscar. Y lo encontramos.”
Vaya alegría la que nos dio. Las redes sociales inundadas de sonrisas. Una enorme sensación de bienestar que se alimentaba cada vez que se sabía más de Barrondo. Es el primer caso que recuerdo en el que me siento conectado a la gente no por la tristeza o la rabia, sino por la felicidad.
Y claro no es que me engañe pensando que todo estará bien. Es que por un momento lo está y es un respiro. El ejemplo de Erick alcanza para muchas imágenes. Saber que proviene de donde se originó la marcha campesina, la de la caminata de nueve días, me da aún mayor felicidad, porque siguen dándonos lecciones de vida.
Al final es como estar enfermo gravemente y permitirse reír. No te va a curar; pero te alivia el dolor por un momento y esa es una victoria enorme, una en la que no voy a encontrar mesura para celebrar. Porque no se me da la gana, porque estos momentos de alegría general son tan pocos que cada uno lo celebro como si fuera el último.
Todo ese sábado fue una fiesta. El domingo también. Por la mañana estaba esperando a mi madre para ir a almorzar. Del otro lado de la acera, frente a su casa instalaron una venta de chicharrones. Una mujer, con el diario en la mano, leía la biografía de Barrondo en voz alta, con evidente dificultad. Lo hacía con una sonrisa, como si estuviera orgullosa. La gente del puesto la oía con la misma alegría. Esa es la postal de su victoria.
Hoy es lunes. Vuelvo al trabajo, donde me encuentro toda clase de horror, donde lidiamos con lo miserable que puede ser el humano. Pero tengo otro santo a quien rezarle. Para poder atravesar el horror sin que me toque. Para poder atravesar la oscuridad, porque cómo Erick dijo: si el sol no te despierta, es hora de irlo a buscar.
Más de este autor