Si bajo este criterio hacemos un análisis superficial del actuar político de las últimas cuatro generaciones, podremos, de alguna manera, ver también cómo nuestro país se ha desarrollado, o no, de acuerdo a las acciones sugeridas por éstas.
La de los setenta es la generación, en alguna medida, que actuó políticamente en el marco del terror más fuerte propugnado por el Estado guatemalteco. Sin duda, los mejores hombres y mujeres de estos años dieron sus vidas, literalmente, porque creyeron que cambiar esta sociedad era sólo posible a través de una lucha armada organizada y combativa. Habían aprendido de los errores del pasado y, acordes con los vientos que soplaban en el continente, muchos de ellos fueron coherentes con las exigencias de su tiempo. Libros como “Las venas abiertas de América Latina” y los manuales de Marta Harnecker, fueron sus idearios y libros básicos. Se era o no se era. Se estaba o no se estaba.
Los mejores murieron, no cabe duda. De los sobrevivientes algunos se corrompieron hasta convertirse en lo que odiaban de sus propios detractores y los más honestos optaron por apartarse y librar sus propias luchas individuales y quizá solitarias.
La siguiente, la de los ochenta, fue una generación que quiso hacer, pero no hizo. Que quiso combatir, pero no combatió. Que al menor soplo de amenaza por sus vidas, salieron corriendo para refugiarse en México, en Europa, en el lugar más lejano que encontraran. Se volvieron intelectuales de “izquierda”, acomodados en sus mullidos asientos académicos en universidades que les dieron cobijo y protección hasta el fin de los siglos. Cuando vienen de visita, o simplemente retornan para quedarse, viven pregonando un discurso desgastado de sus pasadas y supuestas heroicas participaciones como militantes. Hoy algunos ocupan también cargos oficiales, burocráticos, son nuestros preclaros intelectuales cuyos nombres y apellidos se pronuncian con cierto respeto, o no, en diversos círculos también académicos.
La de los noventa, a la que pertenezco, es una generación que ni vivió en carne propia los horrores pasados de la guerra, ni supo, en la mayoría de los casos, acoplarse a las exigencias de la por entonces reciente Firma de la Paz. Fue esta una generación que hizo de sus trabajos en ONG’s el estandarte de sus luchas “por el pueblo”. Pagados con salarios de europeos, pregonaron en suelo nacional o extranjero sobre las iniquidades de la pobreza y la necesidad de reconocer los derechos humanos. Pero cuando estas organizaciones dejaron de mandar dólares o euros, sucumbieron no solo sus vidas sino también la fuerza e intención de sus luchas.
La del 2000 es la Generación Pepsi. Está conformada por los jóvenes empresarios, o altos ejecutivos de grandes empresas y monopolios, individualistas a morir, que le van al barsa o al real, porque ya no se le puede ir a los rojos o los cremas. Jóvenes ya hoy treintañeros cuya única preocupación vital fue, es y seguirá siendo la de tratar de vivir lo mejor posible, en el mejor de los mundos posibles (es decir en una Guatemala que se inventaron para ellos solos), sin permitir que nadie que no sea de los de la foto, entre allí.
Y de la generación de los veinteañeros, de esos del nuevo milenio, tampoco hay mucho de qué hablar. Son ya los que nacieron con la tecnología, que viven prendidos a la compu o a sus celulares, que están en las redes sociales, mandándose mensajes incluso desde la ducha. Esos solo viven pendientes de cuándo saldrá el último aparatito, de lo que dijo Lady Gaga en Twitter, o de las fotos que aparecieron del hijo de Shakira con Piqué.
Menos mal y en cada generación hubo, hay y habrá excepciones. Son los que finalmente han visto y ven más allá de sí mismos, son los que no se escudan tras ningún empleo rimbombante ni en dineros ni en títulos, son los que quieren cambios para mejorar, son los que aunque cueste creerlo son incansables, con una fe en la bondad innata de la naturaleza humana que asombra. Lamentablemente, no soy de ellos.
Yo pertenezco, como muchos, al desencanto. Ya no creo ni en héroes ni en mártires ni en falsos profetas dándose falsos golpes en el pecho. Ya no creo que las cosas puedan cambiar ni a corto, ni a mediano y, sinceramente, ni a largo plazo. La Historia, con mayúscula, la veo como una entidad que está en un espacio vacío, esperando para dar un salto, pero no logro vislumbrar para dónde, ni cómo ni cuándo.
Por eso me aparto, callo y me refugio en el único lugar que encuentro decente para mí: la literatura, que todo lo aguanta, que todo lo sufre, que todo lo puede. Ésta es mi elección y aquí me quedo, para bien o para mal, contenta siempre de poder decir allí lo que siento.
Más de este autor