En Airbnb encontramos un sitio en Puerto Barrios que ofrecía una tarifa muy cómoda, en un lugar boscoso y cerca de varias playas de color turquesa. Según las fotos, las cabañas eran simples y rústicas. Había que compartir sanitario y ducha, pero tenían piscina y restaurante. El lugar parecía prometedor.
Salimos a las 5 a. m. de la capital para evitar el tráfico. Waze pronosticó cinco horas de viaje que, oh, sorpresa, se convirtieron en nueve. Llegar a El Rancho nos tomó una eternidad. Ese tramo eternamente en construcción más parece una carrera de obstáculos, algunos de los cuales uno pasa a ciegas debido a la nube de polvo que se levanta. Después hay que competir con camiones de carga que conducen a más de 100 km/h en esos trillos. Por supuesto, no falta el accidente que muchos buscan con exagerado ahínco. En nuestro caso, fuimos testigos de uno con tres vehículos chocados, uno de los cuales era un camión que, además, se fue a incrustar en el frente de una casa. Aparte de los daños provocados, el incidente nos regaló una hora de espera.
Para llegar al lugar teníamos que adentrarnos en una calle lastreada. Los rápidos en un río se clasifican según su nivel de dificultad, que puede ser de I a V, siendo estos últimos los más peligrosos. Pues, guardando las distancias, diría que la callecita de la que hablo era de nivel III con algunos tramos de IV. Eso sí, las vistas al mar turquesa le robaban a uno el aliento.
Al llegar a nuestro destino, nuestra ilusión sufrió otro quebranto al ver las cabañas que en las fotos se pintaban muy lindas, pero que en realidad eran unas carpas de color verde olivo, sin ventanas y sin puerta (únicamente una tela de la misma carpa que colgaba como cortina). Cuando con ingenuidad pregunté cómo se cerraba, la muchacha me indicó que no se podía, pero que ahí no pasaba nada. Aunque quise retrotraerme a mi crianza de campo y pensar que en la ruralidad la vida es diferente y un poco más ruda, me incomodaba la idea de dormir con mis dos hijas en medio de la nada en una carpa sin puerta.
Estábamos cansadas del viaje y ya moríamos de hambre, así que no quise pensar más y preguntamos por el restaurante. El comedor quedaba en una colina, y para llegar ahí teníamos que subir unos 50 escalones cuesta arriba. Si uno no moría en el camino, tenía derecho a comer, a meterse en la piscina o simplemente a saborear el maravilloso paisaje dibujado por el mar Caribe. La primera medida de abstinencia fue subir aquellas gradas dos veces al día (en el desayuno y en el almuerzo; la cena pasaba de largo). La calidad de la comida, como en los rápidos, yo la calificaría de nivel I o II, considerando que no había competencia y tomando en cuenta que siempre llegábamos a la cima en estado de inanición y con la lengua al hombro. Ni siquiera quiero pensar cómo preparaban los alimentos, pero mi hija mayor cayó enferma del estómago al segundo día.
[frasepzp1]
Además, fue en el almuerzo de ese segundo día cuando la historia se puso turbia. Cuando subimos la colina maldita, nos encontramos con un grupo grande de personas en aquel restaurante mediocre. Eso, de por sí, ya era extraño, pero lo más preocupante fue ver a algunos de los comensales, que, además de llevar gruesas cadenas de oro al cuello, iban fuertemente armados. Comimos a la carrera y salimos volando para nuestra carpa. Sí, la misma que no tenía puerta.
Esa noche ninguna de las tres pudimos dormir. Todas nos sentíamos amenazadas. Para acabar de ajustar, mi hija tenía que salir a cada rato al baño, que estaba afuera. En un momento de la madrugada, un chucho se nos coló en la carpa y por poco morimos de un paro cardíaco. El plural incluye al perro, que botó hasta las pulgas del grito que pegamos.
Al día siguiente fuimos a una playa hermosa a lavarnos en sus aguas turquesas el estrés y el susto de la noche anterior. Tratamos de buscar alguna medicina para mi hija y no hallamos ni siquiera Pedialyte. Aquel paraíso se estaba volviendo un purgatorio.
La última noche se vino un aguacero como Dios manda. Mi hija seguía con diarrea y le tocaba salir al baño en medio de aquella lluvia. Ese día nos despertamos antes que el sol, en un santiamén recogimos los tiliches y salimos como alma que lleva el diablo, expulsadas de aquel paraíso.
El relato es personal, pero expone la problemática en carne viva. Las malas carreteras, la inseguridad y la falta de servicios básicos no permiten que se desarrolle el turismo, una industria que tiene tanto potencial, pero que, por el contrario, expulsa a sus visitantes. Vaya manera de malgastar una oportunidad.
Más de este autor