Esta narrativa tan popular de la tierra prometida y de brazos abiertos, plasmada en los versos «dadme tus cansados, tus pobres, / tus masas amontonadas gimiendo por respirar libres» de Emma Lazarus, ha estado anclada en el imaginario social por generaciones. Y ha servido también como asidero de orgullo e identidad para millones de descendientes de inmigrantes que celebran sus contribuciones a la economía, a la ciencia, a la innovación, a la gastronomía, al emprendimiento, al arte y a la cultura de este país.
Sin embargo, una mirada más atenta de la historia nos revela que la política migratoria estadounidense no siempre ha sido de puertas abiertas con todos, sino que se ha movido en un péndulo entre flexibilidad y restricción. Y cada vez pareciera más que se mueve entre la restricción y la criminalización.
A finales del siglo XIX y principios del XX, los requisitos y las regulaciones de entrada a Estados Unidos desde Europa eran mínimos. Se podría decir que no existía una política migratoria concreta. La revolución industrial antes de la gran depresión necesitaba de una numerosa mano de obra, la cual provino mayoritariamente del norte de Europa.
Sin embargo, las primeras restricciones no se hicieron esperar y desde el inicio apuntaron a grupos étnicos no europeos. Una de ellas fue la Ley de Exclusión China de 1882. Esta ley, que originalmente duraría diez años, fue anulada hasta en 1943. Una ley similar afectaría a los japoneses en 1907 con el acuerdo de caballeros entre Estados Unidos y Japón, el cual pretendía disminuir tensiones entre este país y la ciudad de San Francisco debido a la fuerte competencia económica en esa zona del Pacífico.
Otra serie de restricciones que estipulaban cuotas de entrada y favorecían a ciertos inmigrantes europeos se sancionaron entre 1921 y 1924. En 1952, la Ley de Inmigración y Nacionalidad trató de regularizar los flujos de inmigrantes provenientes de Europa del Sur con un sistema de cuotas. Luego de la segunda guerra mundial, otra ola más flexible permitiría la entrada temporal de trabajadores agrícolas mexicanos bajo el programa Bracero, que duraría hasta 1964. En 1965 hay otra apertura cuando se enmienda la Ley de Inmigración y Nacionalidad y se remueve el sistema de cuotas que perpetuaba la discriminación racial y por nacionalidad.
Pero 50 años más tarde, Trump inaugura su campaña electoral tratando de criminales a los mexicanos. Entonces emite una de sus primeras órdenes ejecutivas contra la admisión de refugiados de siete países mayoritariamente musulmanes, elimina el programa DACA, cuyos beneficiarios provienen principalmente de América Latina, África y Asia, y sentencia que prefiere trabajadores inmigrantes de Noruega, y no de países como Haití o El Salvador, a los que no extiende el TPS. No queda ninguna duda de que el mandatario revive así una tradición migratoria restrictiva, racista y xenófoba que —como otros aspectos de la sociedad— se creía superada.
Cualquier estudio prueba que se necesitan inmigrantes con distintos niveles de habilidades y destrezas para sustituir a la actual fuerza laboral, que en las próximas décadas empezará a jubilarse. La escasez de trabajadores se está haciendo sentir ya en muchos estados. De ahí que el ataque contra los dreamers y las negociaciones truculentas entre republicanos y demócratas sin certezas de mejorar o siquiera salvaguardar el DACA sean una forma perversa y parcial de solucionar un problema no solo de orden migratorio y de futura estabilidad económica, sino también de orden moral.
El nuevo marco restrictivo que la administración ha presentado como moneda de negociación con el Senado demócrata sobre reforma migratoria y seguridad fronteriza se aproxima a cambiar no solo la ley migratoria de forma parcial, sino la identidad misma de la sociedad estadounidense. Lo mismo se puede decir de la iniciativa de ley republicana HR4670, Asegurando el futuro de América, que se centra en seguridad fronteriza, criminalización de personas indocumentadas y una solución temporal para los dreamers sin conducto hacia la regularización y la ciudadanía.
Así es como la nueva sociedad estadounidense va (re)construyéndose sobre una falsa idea con poca evidencia, basada en la explotación del miedo, en la deshumanización del otro y en la paulatina criminalización del otrora pobre y cansado en busca de oportunidad y con la esperanza de reencontrarse con su familiar.
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