Pero el Mundial es un blanco facilón, tanto para caer de boca en su consumo festivo como para detractarlo con rabia de hermano separado. Para mí, el meollo está más allá del futbol. Está detrás, en la maquinaria mercantilista, que en este caso nos convence de identificarnos con los colores de otra nación, de gastar en una camisola ajena y de vestirla con orgullo mientras miramos el partido desde la cama, consumiendo productos de los patrocinadores oficiales.
En diferentes niveles, todas, toditos, nos enajenamos. Yo le voy a Uruguay por las ganas, al Atleti por sus garras y a los Warriors por su juego frenético en equipo. Sin embargo, si en algún momento cambiaran su estilo de juego, no tengo empacho en buscar otro equipo. Pero que tire la primera pelota quién no haya simpatizado alguna vez por un equipo solo por el color de su uniforme o quién sabe por qué otra arbitrariedad.
La crítica no tendría que recaer en el alud de partidos, sino en el consumo constante de entretenimiento, en el que cada semana hay una novedad. Consumimos cine maquilado en forma de precuelas, secuelas, spinoffs, franquicias agotadas hasta volverse insufribles y el mismo fin del mundo presentado en todas las distopías posibles. Consumimos deporte en forma de Mundial, Eurocopa y Copa América, luego Champions, Liga, Copa del —que algunos llaman—Rey, Serie A y, si invirtieron en Sky, la Premier. También NFL, NBA y MLB. Consumimos música reciclada en tributos sinfónicos, acústicos y en grandes conciertos —experiencia que, además, vale más en HD que vivirla en pleno—. Consumimos series a medida y en maratón porque para saciarnos acudimos a la gula. Consumimos Internet hasta idiotizarnos, ya sea en aplicaciones, redes sociales, blogs, porno o diarios, según el sesgo. Cantidades absurdas de información inconexas que nos anestesian y aíslan en lo que el papa Francisco bien llamó «globalización de la indiferencia». Poco a poco nos vamos encerrando con la llave adentro, alejándonos del gusto de saborear lo poco, olvidándonos de disfrutar la lentitud, sepultando la capacidad de asombro.
Y es que la oferta del mercado se ha diversificado tanto que ya casi no hay nicho que se escape de la personalización, de la complacencia. Productos a medida del me gusta, que, como dice Byung-Chul Han, es el grado absolutamente nulo de la percepción. Si lo que consumiste no te agradó, simplemente pasá a la siguiente marca o quizá tu disgusto salga reflejado en algún estudio de mercado para que la próxima vez no vivás de nuevo esa desagradable y negativa experiencia —dios mercado me guarde—.
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Mientras tanto, el sistema seguirá graduando legiones de consumidores disciplinados que esperan con impaciencia cada estreno de Hollywood, que no se pierden ningún clásico, que compran sin leer etiquetas, que beben sin medida, que asisten al show de moda, que gastan lo que no tienen.
El clavo está, pues, en el consumo indiscriminado de entretenimiento, en ese sinfín de darme gustos porque me los merezco, creyendo que así se compensan las interminables horas de trabajo y sin saber que este consumismo compulsivo de distracciones no es un contrapeso, sino parte de la inercia del sistema en la tensa relación del trabajo enajenado. El ciclo trabajo-consumo nos entrampa en una clase social y al mismo tiempo nos convence de que somos alguien más según lo que consumimos.
En esta ecuación quedan fuera el tiempo libre, la vocación, las habilidades y la creatividad. Queda fuera toda actividad que no conlleve gastar. Quedan fuera los parques con bancas y sin tiendas. Las calles peatonales más que para vitrinear. El deporte y el arte al aire libre. Basta con observar el ritmo acelerado con el que se inauguran centros comerciales y lo improbable que es que se creen nuevos parques o siquiera que se recuperen espacios públicos.
«En Guatemala solo bolo se puede vivir», afirmó Asturias. Y ya que en estos tiempos vivir se reduce a entretenerse, me atrevo a decir también que solo aturdido se puede consumir.
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