No pretendo distraer al lector de los momentos que estamos viviendo en Guatemala. Mi propósito es resaltar la figura de un cirujano del Medievo que, como muchos que en este momento están en primera línea de atención arriesgando sus vidas, utilizó la observación y la sana intuición para enfrentarse a una de las peores pandemias que se ha conocido en la historia.
En ese entonces, 1348-1350, todos los esfuerzos preventivos y curativos para enfrentar la enfermedad fueron vanos. Ha de recordarse que de las ratas y las pulgas, transmisores de la Yersinia pestis (microorganismo causal), solo se supo hasta 500 años después. Pero Chauliac supo intuir una causa que no era ni sobrenatural ni un castigo divino: mediante la observación repetitiva se dio cuenta de que las personas que se mantenían cerca del fuego no eran acometidas por la enfermedad. Así salvó de la peste al papa Clemente VI cuando la sede apostólica estaba en Aviñón.
A diferencia de los actuales Guy de Chauliac de estos territorios, el cirujano francés sí tuvo el apoyo de los gobernantes de su país (con Felipe VI, de la dinastía Valois, a la cabeza). Mucho le valió haber utilizado el fuego como preventivo. Una anécdota tan cómica como cierta dice que «Guy de Chauliac ordenó encender dos enormes fuegos en los aposentos pontificios y obligó a Clemente a sentarse entre ellos en pleno calor de la Aviñón estival. Este drástico tratamiento tuvo éxito sin duda porque espantó a las pulgas, y también porque Chauliac exigió que el papa permaneciera aislado en sus habitaciones» [1].
Y también, como nuestros Chauliac (médicos, enfermeras y personal de salud que hoy reman a contracorriente en Guatemala), tuvo que enfrentarse a la charlatanería. Entre otros tipos de farsas, «los remedios fueron desde píldoras de cornamenta pulverizada de ciervo o mirra y azafrán hasta bebidas de oro potable. Se prescribieron compuestos de especias raras y perlas o esmeraldas molidas, tal vez obedeciendo a la teoría, que no ignora la medicina actual, de que la impresión de valor terapéutico guarda relación con el gasto» [2].
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La presencia de farsantes en tiempos de tragedia no es algo nuevo para nosotros. El historiador Agustín Estrada Monroy, citando textualmente un fragmento de la obra Historia general de las Indias Occidentales, de Antonio de Remesal (libro IV, capítulo V), relata sucesos similares en la Guatemala de 1541 en el contexto del deslave provocado por el volcán Hunahpú: «Pues aún el consuelo de la medicina les faltó en aquellos días. Porque, acabada la guerra y sujetas las provincias de la comarca, seguras las personas y vidas de las macanas y flechas de los enemigos, entró un hombre en la ciudad que se las puso en mayor peligro que todos ellos. Dijo que era médico, cirujano, boticario y herbolario famoso. Puso tienda de medicinas y para aplicarlas visitaba enfermos, tomaba pulsos, recetaba para su casa y hacía todas las demostraciones de un protomédico de la Corte. Pero, como el arte de curar lo debía ejercitar más por inclinación que por ciencia, y faltando el saber por sus principios, era forzoso acudir a la experiencia, y esta, siendo tan dificultosa y peligrosa, había de ser a costa de los vecinos. Pagaron cara también la entrada de su buen médico, que enterró él solo en la ciudad más españoles en un año que los que se habían acabado en diez, en las guerras de la Nueva España» [3].
Estimado lector, ¿encuentra usted algún parecido con la actualidad?
Para concluir, la figura de Guy de Chauliac se replica en nuestro personal de salud, que a costa de su vida está plantando la cara por nosotros. ¿No es tiempo acaso de exigir para ellos mejores condiciones salariales y un decoroso entorno laboral?
Yo creo que sí. Podemos empezar por esas exigencias. Y también por desterrar a los farsantes.
[1] Tuchman, Bárbara W. (1979). Un espejo lejano. España: Argos Vergara. Pág. 117.
[3] Estrada Monroy, Agustín (1979). El mundo k’ekchi’ de la Verapaz. Guatemala: Editorial del Ejército. Págs. 30 y 31.
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