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La Gaceta: Cobertura del caso Felice. Academia de Geografía e Historia. Cortesía de José Manuel Mayorga.

Eloísa Velásquez: arte, política, opresión y burdeles

“Ni los muertos estarán la salvo del enemigo si este triunfa”, escribió con razón Walter Benjamin.
Las mujeres de las que tenemos datos –poetas, educadoras y periodistas– tienen mucho mérito, pero pudieron serlo, aun en los límites que su género les imponía, por pertenecer a la oligarquía o estar casadas con intelectuales de influencia.
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Eloísa Velásquez: arte, política, opresión y burdeles

Historia completa Temas clave

Desenterrar una historia como pintar un retrato. La información inicial es una idea vaga, una serie de nuevas conexiones entre nuevos datos y memorias archivadas, a partir de lo cual surge un personaje. Los primeros bocetos son rápidos y difusos, llenos de errores. Pero esos trazos difusos empiezan a anunciar algo más, comienzan desde ya a invitar a otros, más elaborados.

Consejera, asesora política, intelectual, artista, matrona. Eloísa Velásquez nació en Guatemala a inicios del siglo XX. En las palabras del escritor Mario Monteforte Toledo, “era más bien baja, gordezuela, con una risa muy bonita”[1]. A menudo se la encuentra en las anécdotas de renombrados intelectuales, pero también en los archivos de la Policía (su ficha policial, de los años sesenta, pone, junto a su fotografía: “actividades subversivas en su casa de citas” y “reporte de bomba terrorista”). También se la menciona eventualmente en grupos de Facebook conformados por gente interesada en la historia y la cultura, o fanáticos de estampas de antaño. Existe alguna que otra crónica sentimentalista y unas cuantas pinturas con su firma, ahora propiedad de colecciones privadas. Se dice mucho pero se sabe poco. Y no se ha escrito prácticamente nada.

Tanto en la cultura popular como en las historias contadas por escritores y artistas, Eloísa Velásquez es una suerte de mito. Se ha creado una imagen de ella caracterizada por el exotismo; se presenta como atípica, como excepción. “No era la típica dueña de una casa… Doña Eloisa leía, pintaba…”, dijo el antropólogo Carlos Navarrete. Su nombre está, así, ensombrecido por un “a pesar de” que parece no dejarla salir y presentársenos como era.

Intentar reconstruir las historias de las mujeres es muchas veces como querer pintar un retrato sin referencia, sin modelo. Y es que las mujeres no tenemos historia, no la tuvimos por la mayor parte de la historia de la humanidad. Nuestra narrativa fue borrada, o no fue registrada nunca. En la historia del arte las mujeres brillaron por siglos por su ausencia. Fueron musas, modelos, alegorías, rumores incluso… pero casi nunca Ellas. Aun cuando se ha hecho intentos por recuperarlas de la historia se ha caído en la categorización y en la mera inclusión de listados de nombres femeninos que se convierten en una masa difusa.

Escribir la historia de las mujeres implica un trabajo minucioso, cuasi arqueológico. Desenterrar cartas en archivos, leer entre líneas, identificar voces detrás de pseudónimos masculinos, o detrás de sus hermanos, padres o maridos, cuando esas mujeres tuvieron la suerte de nacer dentro de una “buena familia” y tuvieron la osadía de escribir o de plasmar su memoria en un lienzo. Las mujeres que no registraron su experiencia dentro del esquema o con el lenguaje apropiado (ese lenguaje moderno y occidental que caracteriza lo “civilizado”) no son parte de la historia: no existieron. La imagen de las mujeres se va haciendo más borrosa conforme más abajo se encontraban en la escala social. A más pobre, más invisible.

Eloísa fue vendida por su madre a los catorce años a un marimbista. Alrededor de los veinticinco, en 1929, dejó de trabajar en la “Casa de las Francesas” para instalar su propio burdel. En la escala de las mujeres más oprimidas de la sociedad, Eloísa subía así un escalón que la llevaría quizás mucho más lejos de lo que se habría imaginado (aunque bien pudo haberlo planeado así, conociendo a la clientela).

Artistas e intelectuales, clientes del bar de “La Locha”, la recuerdan con nostalgia, incluso cariño. Se habla del burdel como si fuera un centro cultual, un “pequeño París” donde se desarrollaba la tertulia y se podía debatir –y aprender– sobre cualquier tema. Esto no sólo porque el lugar era concurrido por hombres “cultos” y “conocedores” sino porque la “señora de la casa” seguía y aportaba a cualquier conversación haciendo lujo de su intelecto y su “elevada cultura”.

Encontrar a Eloísa, la mujer y la artista, es más difícil de lo que parece. No sólo su identidad se ha hecho difusa en el tiempo sino que nunca nadie realmente habló de ella. Porque Eloísa no era sólo “la amante de…”, “la musa de…”, “la prostituta”, “la matrona”. No podría haber sido sólo eso porque las mujeres no somos eso, aunque la historiografía así lo haya querido durante mucho tiempo. La manera en que ha sido escrita la historia –y cómo se recuerda– también constituye parte del mito que se quiere perpetuar.

Identidad como condición social

La tarea de desvelar a la mujer y a la artista (distinción por demás absurda pero inevitablemente necesaria) requiere que nos adentremos en el contexto en el que vivió. Mientras nos logremos deshacer de nociones como “la mujer y el arte” o “la mujer en la historia”, porque el arte es el arte y la historia es la historia, y evitemos crear así etiquetas y categorías que nos hagan caer en la trampa de la generalización (del tipo “la experiencia femenina” entendida como universal), vale la pena decir que Eloísa –el caso particular que nos interesa de momento– era una mujer guatemalteca que vivió el desarrollo de la Guatemala del siglo XX y habrá comprendido, desde las entrañas más profundas de ese imaginario, cómo se pensaba, cómo se tomaban las decisiones políticas y, sobretodo, qué significaba, en medio de todo eso, ser una mujer.

En esa Guatemala, muchas mujeres pobres eran objetos, un fetiche e incluso un vicio. Desde la época liberal, se habían convertido también en una fuente importante de ingreso para el Estado. Como menciona Trudy Mercadal: “historiadores/as han documentado cómo el gobierno legitimó la prostitución bajo una ideología liberal, que con el discurso de protección a la familia, devino en una herramienta para explotar a mujeres de bajos recursos. Para lograrlo, se estableció un sistema policial que recolectaba víctimas para los burdeles de la ciudad y erradicaba la competencia de prostitución clandestina”. El control se mantuvo desde entonces. El oficio de la prostitución fue reglamentado por el gobierno por ciento treinta años. Como dice el abogado José Manuel Mayorga, “el cuerpo de disposiciones legales más extenso y actualizado, aplicable a todas aquellas mujeres que se han desempeñado en el comercio sexual”.

La Dirección General de la Policía estaba a cargo de ese control. Esa dirección también se atribuyó la autoridad de definir la prostitución y a quienes la practicaban. La Memoria de la Dirección General de la Policía de 1896 dice que una prostituta es “toda mujer mayor de doce años que trafica con su persona”, mientras que la Memoria de 1935 hace una caracterización de ellas justificando que “en conformidad con el Reglamento de Tolerancia, todas las prostitutas deben ser inscritas en los registros que al efecto se llevan y aprovechando esta circunstancia y teniendo en cuenta que esta clase de población no es ajena, muchas veces, a los delitos o crímenes que se comenten; por esta General se han hecho estudios sobre ellas y, entre otros, podemos enunciar los siguientes resultados obtenidos”, y sigue: “Su capacidad craneal es inferior a la del promedio, ángulo facial de menor abertura y un prognatismo más acentuado. Como estigmas menos frecuentes se señalan el tipo varonil del rostro.”

No hay que olvidar que en la construcción social, la masculinidad se encuentra, en su definición, en oposición a la femineidad –la masculinidad se define en negativo: no por lo que es, sino por lo que no es–. Por ello encontrar aspectos masculinos en la mujer no es deseable, así como no lo será encontrar características que puedan llamarse femeninas en un hombre.

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“Entre los estigmas mentales de las prostitutas no se encuentra ninguno característico, sino que todas responden al tipo histérico, tal ocurre con la mitomanía, la venganza, la acaricia, el coleccionismo, la excentricidad, la cleptomanía…” y luego: “El sentimentalismo morboso asociado a actos de filantropía, caridad y piedad se halla también a menudo en las prostitutas. La inteligencia brillante y la memoria desarrollada no son raras entre ellas (…). El suicidio proporciona considerable número de casos entre las prostitutas.” Como si la tendencia al suicidio hubiera sido consecuencia de su personalidad, que también las habría llevado a prostituirse, y no de una condición inescapable, ese arrinconamiento al que la sociedad misma llevaba a tantas mujeres que no sólo no habían tenido, por la naturaleza del sistema –el canon patriarcal– educación sino tampoco la oportunidad de optar por trabajos dignos con retribución suficiente para poder sobrevivir. Era ese mismo canon patriarcal el que justificaba y vilipendiaba la prostitución. Como lo señala Carolina Escobar Sarti: “El estigma es el umbral, la línea fronteriza y casi imperceptible entre las identidades, inscritas en un modelo social que niega el tipo de sexualidad que ha favorecido para perdurar. La prostitución existe porque hay demanda y porque el orden establecido la pide”[2]. Como última consecuencia, para muchas, el suicidio.

La exclusión y la marginación condicionaron el espacio de Eloísa, y el de las mujeres en general, en la vida social y política, en la opinión pública y en la cultura. Lo que sabemos o no de ella hoy es consecuencia de lo mismo. “La Locha”, como le decían –y es casi inevitable percibir el tono despectivo con que se habrá pronunciado ese apodo, aun cuando se hablaba de la “admiración” que inspiraba– es un ejemplo de la desigualdad y el sistema de dominio imperante en este país. Pero existen otras desigualdades (y desigualdades dentro de desigualdades), otras mujeres en circunstancias también de opresión cuyas capacidades se ven coartadas desde el inicio perdiendo, contra toda lucha, su derecho a la historia. “Ni los muertos estarán la salvo del enemigo si este triunfa”, escribió con razón Walter Benjamin.

Las circunstancias de la vida de Eloísa son consecuencia de la estructura social. La discriminación es un síntoma, no una causa, nos recuerda Griselda Pollock[3]. Y en medio de ello, Eloísa supo escalar, si bien sin lograr nunca salir del estigma que le correspondía en esa estructura. Como matrona no sólo estaba sobre otras mujeres –y era rechazada por las mujeres “bien” de la sociedad– sino que también tenía acceso a los más altos mandos de la política nacional. Por ley, las mujeres que empleaba estaban obligadas a firmar un convenio en el que renunciaban a su libertad e independencia física y económica –y eventualmente a sus hijos–, otorgándole a ella toda potestad[4], y por ley también debía enviar reportes directos a la Policía Nacional, estando en contacto permanente con su director. Pero su lazo con el poder iba más allá. Eloísa conocía a todos los hombres que frecuentaban su negocio –hombres de “buenas familias”, ministros, generales, abogados, hombres de negocios, jueces e intelectuales–. Esa información colocaba a la matrona en una posición particular: lo que sucedía dentro del burdel, se quedaba dentro del burdel. La policía no podía entrar a buscar nadie, lo que hacía del burdel en una especie de territorio neutral. Planes revolucionarios, conspiraciones y fraudes electorales fueron discutidos o elaborados detrás de sus paredes. Y en medio de todo, escuchándolo todo e incluso siendo partícipe de ello, se encontraba Eloísa Velásquez. Daba fe de ello, dicen, una gran cantidad de diplomas y agradecimientos que tapizaban una de las paredes del burdel. No hay que olvidar que, como lo señalan los intelectuales del país que pasaron por allí, esta matrona de burdel era también una intelectual. Su conversación era “de altura”. Y su poder de influencia e involucramiento tanto en la política como la cultura local radicaba en ese mismo sistema hipócrita perpetuado por el Estado y la sociedad conservadora.

Una característica de la sociedad conservadora es que no se habla; todo se queda en “rumores”. Los rumores dicen que Eloísa tenía el poder de confiscar armas, de pagar jueces y de visitar el despacho presidencial cuando necesitaba algún favor. Sin embargo, ese poder era consecuencia de sus limitaciones, y esas limitaciones fueron determinantes para que su misma identidad se construyera sólo en función de su posición de opresión y explotación. Que su historia misma no fuera registrada ni reconocida, como la historia de tantas otras mujeres. Se sabe, por ejemplo, que Jorge Ubico, quien se refería a la prostitución como un “mal necesario”, hacía que le llevaran por la fuerza mujeres que le gustaban para abusar de ellas. Pero como indica la historiadora Regina Fuentes Oliva[5], aunque exista abundante información oral, los historiadores no han querido reconocer esta información como dato histórico por falta de pruebas documentales.

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Lo pone así Martha Nussbaum: “En una gran parte del mundo, las mujeres salen perdiendo por el hecho de ser mujeres. Su poder humano de elección y de sociabilidad resultan frecuentemente malogrados por sociedades en las que deben vivir como agregadas y sirvientas de los fines de otros, y en las que su sociabilidad está deformada por el temor y la jerarquía. Pero las mujeres son portadoras de capacidades humanas, facultades básicas de elección que levantan una reivindicación moral de oportunidades para realizarse y prosperar. El hecho de que las mujeres, por su desigualdad, no logren un nivel más alto de capacidad como aquel al que les da acceso la opción de las funciones humanas centrales es, por tanto, un problema de justicia.[6]

Ser una artista

Elegir una paleta de color no es siempre fácil. Puede cometerse el error de utilizar tonos que den lugar a interpretaciones muy distintas de las que se pretende. Al hacer un retrato, esos tonos pueden resaltar o reducir aspectos clave de la personalidad del retratado. De ese modo, acercarse a la artista es una empresa delicada: queremos evitar ese exotismo del que ha sido objeto, procurar la honestidad, intentar verla, observarla, como era. Como habrá sido.

Pasamos así de Eloísa Velásquez la matrona, la mujer oprimida y opresora, alcahueta y política, a la artista. Porque ella era, sobretodo, una artista. En la expresión artística habrá encontrado un espacio fuera de toda la hipocresía de la norma patriarcal. En el altillo de la “casa cerrada” que precedía, Eloísa tenía su estudio (digamos su “habitación propia”). Y allí, Eloísa pintaba.

Cortesía de José Manuel Mayorga

Habrá detractores –protectores del arte colonizados– que reclamen que lo que “La Locha” hacía no era arte. Pintar encerrada en su ático es una cosa, ser artista, otra. Innumerables ensayos han sido escritos sobre el tema, se ha cuestionado en dónde radica el arte: en la actitud o intención de quien lo crea, en el espacio o contexto en el que se mira, en la actitud de quien lo contempla, en el sistema que lo aprueba… El peligro que se corre, sin embargo, es el de caer en la categorización, generalmente reductora y ahistórica. Resulta más valioso, por lo tanto, explorar la experiencia particular de una persona cuya capacidad humana –creativa– la impulsó en algún momento a crear, por su cuenta, algo que expresara de una u otra manera un sentir, una vivencia, una condición. Esta experiencia, podremos ver, es más generalizable de lo que imaginamos y la lectura de su identidad como artista y su obra puede esclarecer mucho más lo que ocurría a su alrededor. También –quién quita– podría mostraros más de la historia de un país en el que muchas otras mujeres iban a ser limitadas de una u otra manera pero que también encontrarían formas y espacios para su expresión, para ser ellas “a pesar de”, aun si la norma social o historiográfica lo ignorara.

Sabemos que la creación artística depende de condiciones sociales y culturales favorables. Cuando se ha hablado de que no existen mujeres con el nivel de genialidad de los hombres, muchas veces se ha ignorado que las oportunidades con que contaban esas mujeres para recibir la formación necesaria para llegar a ser artistas eran prácticamente nulas[7]. Imponerle al trabajo artístico de las mujeres los mismos criterios de exigencia que a los hombres era entonces absurdo. Aun así existen mujeres artistas que los sobrepasaron, siendo negadas después por los historiadores del arte.

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Lo más probable es que Eloísa haya sido autodidacta. La evidencia más clara es que alguien como ella no habría tenido acceso a la educación formal. No hay registros de ella como artista y por ende no sabemos nada de su formación. Se asume así también pues en alguna crónica se menciona que en ese estudio maltrecho en el que trabajaba había pilas de libros de arte, desde los ejercicios básicos de dibujo de Parramón hasta otros más amplios de anatomía y técnicas pictóricas. Algún pintor local quiso atribuirse la incursión en el arte de “la matrona” pero las fechas de su trabajo, de otros testimonios y el contacto entre este artista particular y Eloísa no coinciden del todo.

Según la poca información que existe, su pintura abarcaba diversas temáticas, técnicas e incluso estilos, pero lo que más se conoció fueron sus retratos de payasos, quizás porque varios de esos cuadros fueron entregados por su autora a hombres de clase alta o de influencia para pagar alguna deuda o conseguir algún favor. Por lo visto, esto sucedió en algún punto en el que no tuvo ya la posibilidad de llegar hasta el jefe de Estado o con algún juez cargada de efectivo o joyas[8], como lo había hecho antes. Tener un espacio para pintar en la situación en que se encontraba constituía aparentemente una disrupción. A muchos les sorprende la inusual combinación de aptitudes u oficios de esta mujer. Y es que ser pobre y tener talentos no era cosa de todos los días –al menos desde la noción hegemónica–, mucho menos ser prostituta y ser una intelectual. Su interés en el arte y la cultura no se limitaba a su propio trabajo pictórico sino que también se refleja en el apoyo a otros artistas. Se habla incluso de mecenazgo.

Las mujeres en general, con poquísimas excepciones, no desempeñaban un papel importante en la cultura del país. Las mujeres ladinas de clase media se formaban usualmente en la Escuela de Artes y Oficios, donde aprendían lo necesario para ser madres y amas de casa. “La esclavitud como gracia hogareña”, diría Monsiváis. Y aun cuando algunas transgredieron el orden establecido para ellas, su expresión se quedaba generalmente dentro de los esquemas o en el espacio privado. Basta escuchar historias familiares para encontrar innumerables abuelas y bisabuelas que en la intimidad de su hogar encontraron y desarrollaron formas propias de expresión. A inicios del siglo XX comenzaron a llegar nuevas ideas por medio de publicaciones principalmente norteamericanas en que ya aparecían algunas ideas feministas. Fue una nueva actitud que llamó la atención de las mujeres educadas pero su adopción fue superficial. En las revistas y periódicos locales de la época podemos encontrar un “feminismo” que se limita, en gran parte, a la difusión de valores femeninos dentro del marco establecido y por ende rechaza otras formas de femineidad o sexualidad femenina.

Esto también nos dice mucho de la actitud que las mujeres de clase media y alta habrán tenido ante otras, como Eloísa y sus trabajadoras. Y es que ellas también –aunque en un punto distinto de la escala– eran parte del sistema de opresión. Mientras que entre los hombres “de bien” la prostitución se consideraba “normal”, las mujeres “de bien” la negaban, incluso hacían como si no existiera. No les era permitido que esa realidad entrara siquiera en su imaginario. Esa es la norma que impone el mito patriarcal: el hombre tiene derechos que las mujeres no. En ese caso, el hombre tenía el permiso –y la protección– de vivir esa “doble moral”: ser un padre de familia ejemplar y buen cristiano y tener acceso a una vida disoluta, una que se esconde, pero se aprueba. La mujer no. Existía por un lado la mujer correcta, ama de casa, madre y cristiana y por otro la mujer objeto, fetiche, al servicio de los deseos del hombre, en eso radica la sexualidad de la segunda. La primera era percibida como “casta”.

La nueva actitud “feminista” abrió posibilidades a las mujeres educadas de Guatemala de inicios del siglo XX pero, como vemos, siempre desde el papel que les ha sido asignado. Así, el nuevo espíritu de las “mujeres virtuosas como responsables de la regeneración moral de Centroamérica” surgió, como lo señala Casaús Arzú, “no a través de la participación política, sino por los canales de la educación y del fomento de la virtud femenina.[9]

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Existen excepciones. Las hubo quienes siendo parte de la oligarquía y aprovechando su educación fueron críticas del sistema al que pertenecían. No es la intención aquí, empero, minimizar los alcances de las demás, sino entender hasta qué punto la fuerza hegemónica había sido internalizada y la dimensión del reto de superarla. Todos esos intentos son valiosos, aun cuando desde el lente actual parezcan pequeños. Las mujeres nos encontramos siempre en “un proceso de atarnos constantemente a un determinado (pero siempre inestable) régimen de diferencia sexual.”[10]

Las mujeres de las que tenemos datos –poetas, educadoras y periodistas– tienen mucho mérito, pero pudieron serlo, aun en los límites que su género les imponía, por pertenecer a la oligarquía o estar casadas con intelectuales de influencia. Su trabajo y sus ideas merecen ser estudiadas y recuperadas de los archivos y tenemos, sin duda, mucho que aprender de ellas, pero también vale la pena tener presente que las oportunidades de las mujeres pobres, y de las mujeres pobres no ladinas, eran prácticamente nulas. Y aun así, como Eloísa lo demuestra, eso no significó que muchas de ellas no pudieran ser, y expresarse, de una u otra manera. “La historia del arte nos predispone a mirar sólo un cierto tipo de manifestaciones y a ignorar el resto –como el tejido, por ejemplo–“[11], apunta Pollock, invitándonos a mirar mucho más allá.

Eso es lo que encontramos al adentrarnos en el mundo cultural e intelectual de la Guatemala del siglo XX. En las voces de los intelectuales locales “La Locha” aparece como una curiosidad, más que otra cosa. Estaba “a la altura” pero no lo estaba realmente. Nunca iba a estarlo: su papel era otro. El papel de la mujer en el arte ha sido siempre, de una u otra manera, ese. Un papel secundario. En el mito mismo del artista se incluyen una serie de características puramente masculinas (y occidentales). El “genio” creativo es siempre un hombre, el “maestro” sólo existe en masculino. Son conceptos ya tan parte de nuestro imaginario que refuerzan constantemente una oposición binaria sin sentido, la mujer en el otro extremo, que no es “genia” ni “maestra”. De ese modo, para ser una artista sobresaliente muchas mujeres tuvieron muchas veces que adoptar una voz tanto occidental como “masculina”. “Masculina” aquí como esa otra categoría artificial creada por el discurso al poder.

 

Últimos toques

Hace falta encontrar pinceles lo suficientemente suaves y con la forma adecuada para difuminar los colores e ir encontrando, en el proceso, detalles, luces y sombras que definan su fisonomía, que sirvan para construir los elementos clave: los que determinan su carácter, sus gestos, su personalidad. Lo que constituye a la persona en el retrato, lo que captura “su esencia”.

Eloísa pintaba payasos. Podemos hacer una lectura de su obra en dirección de la ironía: “¡el circo de la vida!” Pero no haremos ese intento. El arte no es un objeto en sí mismo, aislado de la sociedad, la historia, las relaciones y los sujetos que lo crean. El arte es también un lugar y una identidad digna de exaltarse por su honestidad y su fuerza. Sabemos que Eloísa encontró un espacio para pintar. Ese espacio constituye, más que cualquier otra cosa, algo propio: su yo verdadero.

El arte nos enseña a reconocer otros gestos, otras expresiones y otros lenguajes, y esa amplitud nos permite dialogar con otros, acceder a otras perspectivas e incluso a otras maneras de pensar. El arte como proceso creativo nos recuerda que existe mucho más allá de lo que creemos saber y de nuestra realidad inmediata. Resulta así un complemento maravilloso, en medio de las contradicciones, para una mujer que adoptó a cerca de treinta hijos de sus trabajadoras (y sí, puede que al inicio no le haya quedado de otra) pero que también los educó y llegó a pagarles la universidad, que contribuyó toda su vida con orfanatos y asilos de ancianos, le dio gran parte de su fortuna acumulada a la caridad y al morir le dejó un edificio de apartamentos a sus “muchachas”.

La crítica de arte Linda Nochlin enfatiza que la situación en que la mujer se ha encontrado por la mayor parte de la historia occidental y occidentalizada también es una ventaja: “al utilizar como una posición de ventaja su situación como desamparadas en el reino de la grandeza y forasteras en el campo de la ideología, las mujeres pueden revelar las debilidades institucionales e intelectuales en lo general. Así, al tiempo que destruyen falsas conciencias, pueden tomar parte en la creación de instituciones en las que el pensamiento claro –y la verdadera grandeza– son retos abiertos para cualquiera, hombre o mujer, con el valor suficiente para asumir el riesgo necesario, el salto hacia lo desconocido.”[12]

El barniz de nuestro retrato sirve para afianzar el color y darle un brillo uniforme a la obra. Si bien aún falta. Las interpretaciones que genere están abiertas y quedan ahora sueltas. Eloísa “salta hacia lo desconocido”, encara el carácter marginal que se nos ha dado en la historia a las mujeres. Sale de la periferia.


[1] José Luis Perdomo Orellana y Gerardo Guinea Diez. 2012. Pájaros feos que cantan: Mario Monteforte Toledo, Conversaciones inéditas. Magna Terra Editores, Guatemala,
[2] Carolina Escobar Sarti, 2012. Encarnación: Selección de los Registros de Ménades y otras fuentes. Archivo Histórico de la Policía Nacional. (Guatemala: Ediciones El Pensativo).
[3] Griselda Pollock. 1988. Visión, voz y poder: historias feministas del arte y marxismo. En Cordero, R. y Sáenz, I.: Crítica feminista de la teoría e historia del arte. (México: Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) 2001.
[4] Nuevo Reglamento de Casas de Tolerancia de 1887, citado por José Manuel Mayorga, 2012. Encarnación: Selección de los Registros de Ménades y otras fuentes. Archivo Histórico de la Policía Nacional. (Guatemala: Ediciones El Pensativo).
[5] Regina Fuentes Oliva. 2012. Periodismo femenino, siglo XIX y principios del XX. En Herrera Peña, G.: Mujeres en el Bicentenario: Aportes femeninos en la creación de la República de Guatemala. (Guatemala: UNESCO).
[6] Martha Nussbaum, 2012. Las mujeres y el desarrollo humano: El enfoque de las capacidades. (Barcelona: Herder Editorial).
[7] Linda Nochlin discutió el tema en su ensayo: ¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres? de 1971.
[8] Es conocida la historia de su amante, Eduardo Felice, fusilado por Ubico en 1931, a quien intentó salvar moviendo todas sus influencias sin éxito.
[9] Marta Elena Casaús Arzú. 2012. La influencia de la teosofía en el proceso de emancipación de las mujeres guatemaltecas (1920 – 1950). En Herrera Peña, G.: Mujeres en el Bicentenario: Aportes femeninos en la creación de la República de Guatemala. (Guatemala: UNESCO),145
[10] Griselda Pollock. 1988. Visión, voz y poder: historias feministas del arte y marxismo. En Cordero, R. y Sáenz, I.: Crítica feminista de la teoría e historia del arte. (México: Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) 2001, 63.
[11] Ídem, 68.
[12] Linda Nochlin. 1971 ¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres? En Cordero, R. y Sáenz, I.: Crítica feminista de la teoría e historia del arte. (México: Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) 2001. 43.
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