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El tiempo de los aprovechados

Pero Haití no es ya del todo un Estado igual que Puerto Príncipe, su capital, no es ya una capital ni casi una ciudad. Es un recuerdo, o un escombro.
Una de esas sombras que se alarga sobre su porvenir es la de continuar siendo un país intervenido, la de vivir según las directrices externas.
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El tiempo de los aprovechados

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Historia de tragedias, ocupaciones militares, fraudes, pobreza, exterminio, Haití lleva toda una vida en pedazos. Desde que se fundó ha estado intervenida. Por si sirve de algo la precisión, ocho veces desde 1985. Ahora, después de un terremoto, una tormenta tropical y un brote de cólera durante el año pasado, el país mira al horizonte desde el sótano de sus ruinas. Pero el pasado y el presente pretenden dictar su futuro.

Por Andrea García-Gallont y Enrique Naveda

En tiempos de turbulencia, emergen los líderes y se forjan los aprovechados. Aún a la espera de que los primeros maduren y rectifiquen el rumbo del país, en el último año Haití ha contemplado cómo la oposición quiso evitar las elecciones ante la posibilidad de integrar un Ejecutivo de transición, cómo el partido oficial se esforzó por cometer un fraude electoral que favoreciera a su candidato, o cómo, en definitiva, distintos grupos de interés impulsaron sus agendas con medidas ilegales. También cómo antiguos gobernantes han reaparecido en escena.

El feroz ex dictador Jean-Claude Duvalier regresó a la isla el 16 de enero, tras 25 años de ausencia. Un mes después se desconocen sus motivos, pero es obvia la estela de conmoción en esa parte de la isla. Jean-Baptiste Aristide, el primer presidente democrático de Haití, exiliado en Sudáfrica, ha alborotado también los ánimos anunciando un retorno al que Estados Unidos, acusado de haberlo depuesto, se opone. Desde que insinuó su regreso, buena parte de la sociedad lo espera con algarabía. Según la prensa internacional, su aterrizaje es inminente. Y aunque su intención —ha dicho su abogado— es volcarse en la educación y olvidarse de la política, los analistas adelantan que causará una gran conmoción política a días de las elecciones del 20 de marzo.

Con un presidente saliente, René Preval, distraído en un infructuoso tráfico de influencias a favor de su delfín, los dos ex mandatarios representan posibles catalizadores de orden en una sociedad desarticulada, advierte Fernando Carrera, director de la Fundación Soros en Guatemala. Ambos podrían encargarse de coordinar los esfuerzos de sus seguidores. Lo extraño, continúa Carrera, es que si este es el razonamiento, ¿por qué sólo permitírselo a Duvalier y vedárselo a Aristide? ¿Porque el primero fue leal a Estados Unidos?

El músico y la ex primera dama

De momento, cuando Duvalier no ha dado mayores pasos en esa dirección y Aristide no ha regresado, las esperanzas del país se concentran en los candidatos que se disputarán la presidencia en la segunda vuelta: Mirlande Manigat o Michel Martelly.

La primera —una politóloga negra de 70 años salida de la Sorbona y casada con el ex presidente Leslie Manigat— es vista con buenos ojos entre la aristocracia intelectual y obtuvo el 31% de los votos en la primera vuelta. El segundo —un cantante mulato de 50 años que se paseó por los escenarios nacionales arrancándose la camisa y cantando compas—accedió con el 22% de los votos al tercer lugar por detrás de Jude Cèlestin, el candidato oficialista descalificado tras las denuncias de fraude, y a decir de Julia Schünemann, especialista en la región, puede ser el líder que surja de la profunda desesperación de los haitianos: “Él era uno de los outsiders que promete un cambio rompiendo con el establishment”.

Las diferencias entre ambos candidatos de momento parecen ser más de personalidad que de contenido: sus programas se asemejan en propuestas y en su corte centroderechista. Les distingue también su color, un detalle relevante en un país cuyo último presidente mulato, Namphy, un militar que derrocó a Duvalier, dejó el cargo hace 23 años. En una nación en la que el tono de piel separa dos mundos: el de una élite mayoritariamente mulata y el de una masa principalmente negra.

Et voilà, un espectro

Lo malo es que es difícil creer que las elecciones presidenciales, en estas circunstancias, puedan ser decisivas para algo más que para elegir un presidente. Desde luego, pueden funcionar como una especie de placebo y no se debe descartar que caigan como un bálsamo sobre una población agitada que ansía creer, y unos cooperantes que precisan interlocutores estables, puntos de referencia. El problema, advierte Carrera, viene cuando concitan demasiadas expectativas, cuando se las considera la solución de todos los males. No lo son. Porque cualquier autoridad necesita una estructura previa para trabajar, un grupo. Un Estado, por ejemplo.

Pero Haití no es ya del todo un Estado igual que Puerto Príncipe, su capital, no es ya una capital ni casi una ciudad. Es un recuerdo, o un escombro. Quizá nunca lo fue tampoco, si uno se atiene a la definición del término desde por lo menos la Revolución Francesa. Es decir, nunca estuvo concebido al servicio de la gente, sino de la élite, como asegura un análisis de Fride (un think tank con sede en Madrid) sobre la vulnerabilidad de Haití y las causas de su fragilidad. Basta con comprobar que la mayoría de las escuelas son privadas y las familias más pobres —el 76% vive con menos de US$2 al día— gastan casi la mitad de su presupuesto en pagársela a sus hijos. Durante el  2010, ascendió del puesto 14 al 11 en el índice de Estados fallidos. Por poner otro ejemplo diminuto, un magistrado o un juez no pasan en su oficina más de 52 minutos al día, según la Minustah.

Si es que, con suerte, todavía tienen oficina.

En un sentido más conmovedor, que de Haití ya no quedaba nada lo descubrió Pascale Wagner, una haitiana que dirige la organización Project Concern International en Guatemala, al regresar a su lugar de infancia días después de la sacudida. Perdida en una ciudad que había recorrido miles de veces y que creía conocer con los ojos cerrados, se paraba a preguntar dónde estaba, y las respuestas que recibía —“está es la iglesia del Cristo Rey” o “usted está enfrente del colegio Sagrado Corazón”— la dejaban anonadada.

Lo ha detallado también con gran potencia Jean-Christophe Rufin, de la Academia Francesa, en un reciente artículo de Paris Match: “La catedral, tumba de su obispo, se asemeja a las fachadas bombardeadas de Desde o de Berlín”; “el que venga aquí a buscar el fin del mundo se va a ir a dormir creyendo, sinceramente, haberlo encontrado”.

Quienes han visitado Haití, quienes han ido a ayudar o a buscar familiares o simplemente a echar un vistazo, describen paisajes post-apocalípticos, charcos, calles desérticas sin alumbrado público, ruinas reveladas durante la noche por la luz plateada y fría de la luna. No es raro, después de todo, que los extranjeros quieran irse de este lugar. El 86 por ciento de los haitianos con estudios medios o superiores ya lo hicieron, y si el proceso de reconstrucción —social sobre todo— no logra subirles la moral, lo hará probablemente el resto.

Ni McDonald’s
El terremoto fue una debacle, pero mucha de esa gente ya se había marchado antes. Los comerciantes mulatos tienen redes transnacionales que les permiten superar la crisis casi incólumes o largarse sin problema. La élite carece, según un análisis de Fride, de grandes incentivos para reconstruir el país o hacerse responsables de su desarrollo. En Haití los negocios ni siquiera se instalan.

Pese a tener una de las economías más abiertas del mundo desde los años 90, “no hay ni siquiera un McDonald’s, ni presencia de cadenas hoteleras internacionales”, escribe en un correo electrónico el guatemalteco Edmond Mulet, el jefe de la Misión de las Naciones Unidas en el país.

La razón de que las inversión extranjera rehúya el país no tiene que ver, por lo tanto, con los impuestos, que cayeron de un 28 por ciento en 1970 al 2.9% del año 2002, con la obvia reducción de las capacidades del Estado y la natural dependencia de las condiciones económicas externas. La razón tampoco es la inseguridad, según el diplomático. Los índices de criminalidad, con alrededor de dos muertos al día, están muy por debajo del promedio de la región. De hecho, “el problema radica en que los inversionistas buscan otro tipo de garantías”: el estado de derecho, el respeto de los contratos, un buen registro de la propiedad o un catastro decente.

Nada de eso existe en Haití.

Pero las consecuencias del temblor no fueron sólo las de desmantelar lo que quedaba de un Estado pequeño. El sismo desgarró también el tejido social. Aún hoy, más de 800 mil personas de sus 11 millones de habitantes permanecen en campamentos humanitarios que están por todas partes, en los viejos jardines, en las crujientes plazas.

Estos últimos, los marginales, los depauperados de siempre, la clase baja de la pobreza que ha mejorado su estatus en las carpas humanitarias, son los restos arqueológicos en los que se lee la situación previa de su nación. El desastre de Haití, el primer país en independizarse del régimen colonial en América, era anterior al terremoto. Su historia es una sucesión de tragedias. La esclavitud, la ocupación extranjera, la dictadura, las catástrofes naturales, las epidemias, el aprovechamiento del caos, todo lo que hoy se vive es poco más que una repetición algo desfigurada del pasado, que pretende imponerse sobre el presente y sobre el futuro.

Esta cascada de viviendas dista de ser un barrio. En un barrio, escribe Mulet, “los factores de fuerza, poder, presión, violencia, las violaciones sexuales, son controlados por la comunidad". Aquí a duras penas sobrevive el individuo; si acaso la familia. Aquí cohabitan quienes previamente se ignoraban: los que lo perdieron todo y los que se desplazaron por voluntad propia, sabiendo que a diferencia de antes aquí podrían darse el lujo de tener al menos agua, probablemente comida, y un lugar seguro en el que defecar.

¿Protectorado a la vista?

Una de esas sombras que se alarga sobre su porvenir es la de continuar siendo un país intervenido, la de vivir según las directrices externas. Últimamente se ha hablado mucho de la necesidad de establecer un protectorado en Haití, o un fideicomiso, o algo que permitiera controlar el país desde afuera.

Probablemente, en cierto modo, ya vive sin decidir del todo sobre sí mismo. Ya sea que, como apunta Schünemann, la comunidad internacional ha construido un Estado paralelo, o que como afirma Mulet su misión reciba un mandato más específico para administrar algunas áreas del Ejecutivo, la actualidad de Haití está en manos extranjeras. También la reconstrucción. En el índice de Foreign Policy el grado de intervención externa de Haití es de 9.6 sobre 10. Sólo tres países en el mundo viven más controlados desde afuera: Afganistán, Chad y el Congo.

No es probable que la simple elección de un presidente legitimado vaya a darle la vuelta a estas circunstancias, aun si se produce sin disturbios. Como mucho podría esperarse un acompañamiento mutuo. Pero si los resultados son polémicos, insinúa Mulet, la comunidad internacional podría pensar en el protectorado.

No sería la primera vez que ocurre.

En Bosnia, en Kosovo, en Timor Oriental, en algunos países de África, la ONU se ha disfrazado antes de organismo ejecutivo. Se trataba de construir instituciones nuevas. Quienes conocen Haití dicen que su caso es diferente: pese a todo, el Estado conserva algunas estructuras. No es Afganistán ni Somalia ni Irak, mencionan varios. Tampoco la ONU tiene aquí la misma imagen: Jean-Christophe Rufin ha descrito cómo las inscripciones callejeras que antes decían “Minustah = turista” ahora se han trocado por otra más sediciosa, más levantisca, de rencor creciente: “Minustah = cólera”, la epidemia que difundieron los cascos azules nepalíes y ya se ha cobrado más de un millar de vidas.

Pero más allá de los puntos de conflicto entre los haitianos y las estructuras de la ONU, la verdadera solución pasa por encontrar el punto en que el equilibrio entre la injerencia internacional y la soberanía haitiana sea fructífero. Las naciones cooperantes rara vez han dado muestras de saber armar gobiernos o montar un país. Como dice Carrera, cuando la comunidad internacional se pone a jugar de Dios, las cosas salen mal. Detectar ese punto de equilibrio es tan difícil como reescribir El reino de este mundo —la novela de Carpentier sobre la revolución haitiana— arrojando millones de letras al aire y esperando que éstas se ordenen por azar. De eso depende, sin embargo, que Haití no pase a ser, como quizá ya haya sido (o ya esté siendo), la víctima absoluta.

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