Decía: «Pienso que la religión no es un sendero espiritual. Es una fuerza política. Sus líderes son caudillos o dirigentes. De ellos depende que las Iglesias apoyen el dinero y la injusticia o hagan los cambios necesarios para favorecer la nobleza humana».
Aunque ejemplos existen en abundancia para ilustrar esta tensión entre las virtudes y las perversidades que pueden generar las religiones (aunque también otros ámbitos del quehacer humano), en estos inicios del mes de abril merecen especial mención dos figuras carismáticas y políticas que basaban su accionar en preceptos religiosos.
Por un lado, el exjefe de Estado y general Efraín Ríos Montt, cuya muerte a los 91 años un Domingo de Pascua resucitó también uno de los capítulos más barbáricos de la historia reciente de Guatemala, aún frescos en nuestra memoria. Y por el otro, el héroe afroestadounidense de los derechos civiles, el doctor Martin Luther King Jr., cuyas contribuciones se recordaron y reconmemoraron el pasado 4 de abril a 50 años de su vil asesinato.
Ambos eran de la misma generación. El joven predicador de la Convención Nacional Bautista y premio nobel de la paz apenas tenía 39 años el día que un francotirador cegó su vida. De haber vivido tanto como Ríos Montt, me pregunto qué otros logros habría cosechado en su búsqueda de la igualdad racial, de la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores, y en su lucha contra el imperialismo estadounidense. De haber desaparecido Ríos Montt a esa misma edad, vale también imaginar si en algo hubiese cambiado el rumbo de la cruenta historia de Guatemala.
El caso de estos líderes es paradigmático, puesto que ambos eran miembros de Iglesias protestantes. Pero, en su ferviente lucha contra el segregacionismo, King cambió el statu quo dentro de la Iglesia bautista, de reconocida raigambre en la comunidad afroestadounidense y que se sentía amenazada por el fin de un sistema que le representaba una feligresía segura. Sin embargo, Ríos Montt, inicialmente católico, se convirtió y acomodó a una de las tantas sectas neopentecostales conservadoras estadounidenses introducidas como mecanismo contrainsurgente en los años en los que el general instauró un régimen de terror contra la población civil.
En su carta desde la prisión de Birmingham en 1963, King también reta a los blancos moderados y a las Iglesias cristianas blancas. Frente al desconsuelo que le provoca el silencio conformista de los predicadores blancos ante las injusticias que sufren los negros, King denuncia: «Demasiado a menudo la Iglesia contemporánea tiene una voz débil e intrascendente, de sonido incierto. Demasiado a menudo se manifiesta como acérrima defensora del statu quo. En vez de sentirse perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura de poder de una típica comunidad se beneficia del espaldarazo tácito —y a veces explícito— de la Iglesia a la situación imperante».
En cambio, Ríos Montt justificaba sus decisiones oportunistas, corruptas y genocidas en lecturas mesiánicas y fundamentalistas de las escrituras bíblicas, con lemas que recitaba de forma estridente, sin compasión hacia su prójimo y consciente de las matanzas de sus conciudadanos a manos del Ejército que dirigía.
La presencia y la (in)congruencia de las religiones en la conducción de los asuntos públicos será un tema constante de discordia en un Estado que presume ser laico. Pero, como bien dice Payeras, la religión es una fuerza política. Las Iglesias son un poder real. Cómo se canaliza esta fuerza política —idealmente para favorecer la nobleza humana— es muy similar a cómo se canaliza la fuerza política de un gobierno, de un partido político o de nuevas camarillas de incidencia política.
Frente a los casos expuestos, júzguese a la luz de la evidencia y de la historia quién fue servidor piadoso del interés público y quién canalla servil de intereses particulares. Y en las próximas elecciones presidenciales, y ante el reto de edificar una nueva sociedad decente, pondérese también cuáles son los liderazgos congruentes con la consecución de ese anhelado bien común y con el coraje de desafiar todas las dimensiones del statu quo.
De ahí la urgencia de fomentar una ciudadanía crítica.
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