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El puente de la desesperación

Es el puente de la desesperación, un campo de refugiados improvisado sobre un río.
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El puente de la desesperación

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Gases lacrimógenos contra migrantes. Hombres y mujeres con sus hijos a hombros que claman, desesperados, que les abran la frontera. Jóvenes que, de puro hastío, se lanzan al Suchiate para cruzar irregularmente al otro lado. El puente entre Tecún Umán y Ciudad Hidalgo es un campo de refugiados en movimiento.

“Estamos mal, queremos pasar, queremos trabajar. Que nos den un permiso, aunque sea aquí en México. Están matando a la gente en Honduras”. Alba Luz Girón Ramírez, de 33 años, viene de San Pedro Sula. Tiene los ojos rojos, lágrimas en las mejillas, gesto quebrado. Junto a ella, su hijo Emerson, de 5 años, el único de los sus tres vástagos que esta madre soltera se trajo a la caravana. Son las 17:00 horas y la última valla de seguridad antes de la entrada a México lleva horas cerrada. Pesa el cansancio de cinco días de caminata y hunde la perspectiva de no poder avanzar. El agotamiento, la decepción, la rabia, la necesidad, las expectativas frustradas, todo lo que este grupo de seres humanos ha podido sentir a lo largo de su travesía, se concentra en un puente, el que une Tecún Umán, último municipio de Guatemala, con Ciudad Hidalgo, el primero de México.

Es el puente de la desesperación, un campo de refugiados improvisado sobre un río. Desde hace horas, decenas, cientos de personas, aguardan impacientes cuál va a ser el próximo paso. Por primera vez no basta con la fe. Hasta ahora, la ruta estaba clara y la normativa de tránsito, de parte de la caravana. Sin embargo, ahí estaba, como una espada de Damocles, la incertidumbre sobre qué sucedería en este preciso instante. Ya lo sabemos. Ocurrió el peor de los escenarios posibles y, por otro lado, el más previsible: México no permitió que la caravana avanzase bajo sus condiciones de no registrarse ante las autoridades. Los que llegaron, fueron expulsados a la fuerza del pedacito de México que alcanzaron a pisar durante algunos minutos.

Simone Dalmasso

Anochece y Ramírez continúa en primera fila, frente a un despliegue de antimotines mexicanos. La mujer pide, suplica, insiste. Dice que necesita trabajo, que va con niños, que qué harían ellos en su situación. Junto a ella, otra mujer con un bebé de 11 meses en brazos. Asegura que el último pañal que le queda lo lleva en la mano. Al otro lado, Juan Ángel Navarrete, de 50 años, gorra calada, bigote. “No tengo cómo pasar la vida. Voy para arriba. Pase lo que pase. En Honduras hay mucha delincuencia, no tenemos trabajo, el presidente, Juan Orlando Hernández, solo apoya a los del partido de él”. Duele cada una de las personas que tenemos delante. “Miren a esta critatura, no les da pesar, qué duros de corazón”. Un hombretón de camisa de cuadros, con su niña aferrada al cuello, clama entre lágrimas, desconsolado. Lloran las madres. Lloran los niños. Lloran los hombres, que agarran con sus manos las rejas del portón. Se les ve como a presos en una cárcel. Lo están. No pueden avanzar, al menos no de la manera en la que ellos habían soñado, y retroceder no es una opción.

Tras ellos, a sus espaldas, una enorme hilera de gente, casi convertida en poblado. El ser humano tiene una increíble capacidad de adaptación y, para esta hora, ya se han levantado algunas champas con sábanas, establecido un pasillo de seguridad que permite llegar de principio a fin del puente sin saltar sobre demasiadas cabezas y organizado a personas que acarrean bolsitas de agua para combatir la deshidratación. Este ambiente, de caos, frustración y desesperanza; de gente tirada en el suelo, de ropa sucia, de extraña humanidad y camaradería, es el mismo que se observa en los contextos de guerra, cuando la gente escapa sin mirar atrás. El hambre es terriblemente violenta, aunque se categorice de otro modo.

Simone Dalmasso

Para entender cómo el puente que une Guatemala y México se convirtió en el escenario que concentra la desesperanza de cinco jornadas de éxodo, hay que regresar a las 13:00 horas, al instante en el que la caravana tiene su momento de épica. El cordón policial está roto y la marcha ha sobrepasado la verja migratoria guatemalteca. “Feliz viaje. Have a nice trip”, dice el enorme cartel sobre nuestras cabezas. “Sean bienvenidos”, dirá cínicamente un policía a los primeros migrantes que llegan a la puerta de entrada de México. No nos adelantemos. Todavía no sabemos que estamos a punto de escenificar la triste realidad de la política migratoria. Una riada humana camina eufórica hasta el siguiente bloqueo. Entre ellos se encuentra Sandy Mejía, de 28 años. Lleva a su niña de la mano y su panza muestra que está embarazada. Tras ella, Alan Medina, su marido, de 32, conduce a los otros tres hijos de la pareja, atados con un cordelito, para que no se pierdan, cada uno con su vuvuzela en la mano. Caminan obedientes, mochila en la espalda, mirada al frente. Estos cuatro niños, de 11, 8, 6 y 2 años, y el otro que está en camino, son la razón, afirman sus padres, de haberse puesto en marcha. Llegan desde Tegucigalpa, trabajaban en el mercado, recogiendo basura.

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“Así nos ganábamos la vida, pero no ajusta”, dice Mejía. Se respira la euforia, es como si los pies pesasen menos y el sol no castigase tanto. En la mente de todos, el momento en el que la caravana, todavía incipiente, logró atravesar el cordón policial guatemalteco en Esquipulas. Pareciera que hubiesen pasado siglos. “Sí se puede”, repiten, orgullosos. Todavía no ha llegado la decepción. Aún se cree que este puente por el que transitan va a ser eso, el camino que conecta un punto con otro, y no la infraestructura sobre la que terminarán pasando la noche. “Estamos por una vida mejor. Queremos trabajar para mantener a nuestros hijos”, dice Sandra Duarte, de Tegucigalpa. “México, México”, clama la gente al pasar. La marcha está a punto de encontrarse con su primer momento crítico.

Simone Dalmasso

Gas contra los hambrientos

Superada policía y migración guatemaltecas, llegamos a la tercera barrera, la mexicana. No han dado las 13:30 horas y el portón que conduce a Ciudad Hidalgo se ha abierto. Esta barrera no puede ser tumbada por este ejército de hambrientos, así que es el Gobierno mexicano el que lo hace, quién sabe por qué, si tenemos en cuenta lo que está a punto de ocurrir. Al frente, vallas metálicas y vallas humanas, formadas por una gran hilera de antimotines. La primera se supera. Un tipo con una camiseta de la selección española de fútbol logra tumbar la última, mientras lanza un grito con el que parece que quisiera deshacerse de toda la tensión acumulada en estos últimos cinco días. La segunda es más complicada. Porque tiene una connotación política seria. Los policías “cumplen órdenes” y estas “vienen de arriba”. En este caso, no pasar. Estamos en el momento decisivo. ¿Qué va a hacer el gobierno de Enrique Peña Nieto?

Un par de horas antes, Raúl Cueto Martínez, cónsul mexicano en Quetzaltenango, aseguraba que no habría violencia, pero dejaba claras las condiciones para entrar: registrarse uno por uno y entrar en el sistema administrativo. Esto implica pedir refugio y quedar a la suerte de las autoridades migratorias. Una trampa, en opinión de muchos migrantes, que observan el requerimiento como el paso previo a la deportación. La idea que se extiende en la caravana es que, si uno firma, está entregando sus datos, que como en las declaraciones policiales, podrán ser utilizados contra él cuando intente entrar en Estados Unidos. Su propósito es seguir en grupo, caminando o pidiendo jalón, pero en comitiva. Y sin identificarse. Hay muchos que tampoco podrían hacerlo, ya que carecen de ningún tipo de documento válido. Entre Tecún Umán y Ciudad Hidalgo está el río Suchiate y aunque cruzar irregularmente en balsa es la cosa más normal del mundo, la consigna es que la frontera se atraviesa a pie, todos juntos.

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Según Cueto Martínez, la ley establece un plazo de 45 días para determinar si alguien puede o no permanecer en territorio mexicano. Pero depende de la capacidad de las instituciones y las oficinas de la Comisión de Ayuda al Refugiado (Comar) están colapsadas.

Hasta ahora, la dialéctica había permitido evitar el choque. Y eso que las posiciones eran explícitas. Unos, los integrantes de la caravana, habían sido claros: quieren entrar en grupo, porque es el modo en el que se sienten protegidos, porque así comenzaron la marcha y no quieren que la división les debilite. Otros, los representantes del Ejecutivo, también fueron explícitos, asegurando que aquel que entrase en el país de forma irregular sería expulsado. Sin embargo, hasta las 13:30 del viernes, ambas retóricas pudieron ser conjugadas sin confrontar. Hasta llegar al puente, al momento en el que las primeras vallas metálicas caen y los hondureños de primera fila se ven, cara a cara, con los antimotines.

Lo que ocurre en los siguientes minutos es un violento caos, un despropósito, una lucha desigual entre seres humanos agotados por cinco días de caminata, malcomer y maldormir, y policías enormes pertrechados con porras, cascos y gases lacrimógenos.

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El primer momento es de asfixia. Cuerpos que se apilan casi desde Guatemala y que empujan hacia donde se encuentran los policías. El objetivo es entrar y ponen por delante lo único que tienen, sus cuerpos. Cae alguna piedra, que es reprobada, desde el primer momento, por quienes dan la cara ante los agentes.

El segundo momento es de retroceso. Los policías comienzan a avanzar. Empujan. Se lanza alguna bomba lacrimógena. La gente huye y el lugar en el que antes apenas cabía un alfiler se convierte en ese extraño espacio vacío que siempre separa a manifestantes de policías. En medio del caos, con migrantes por el suelo tras tropezar con las vallas, aparece el gas que enrojece los ojos. Entre los gritos y los empujones, emerge una mujer de entre la fila de antimotines. Lleva a un niño colgado de su cuello como si fuese un koala y llora. Esa es la imagen que define todo lo que está ocurriendo. No es la única en esas circunstancias. En primera fila hay muchas madres con hijos pequeños. La caravana tiene sus reglas y el “las mujeres y los niños, primero” es una de ellas.

El tercer momento es de calma. Aún volarán algunas, muchas piedras, que llegan principalmente desde el río. Aún caerán un par de botes de gas lacrimógeno al puente. Pero el objetivo de los antimotines era cerrar el portón y ya lo han conseguido, entre las protestas de los pocos hondureños que se mantienen al frente y que golpean las barras metálicas con rabia. Lo tuvieron muy cerca. Solo unos pocos llegaron a pisar suelo mexicano.

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“¡Hay días en los que no comemos nada!”.

“¡Hay días en los que trabajamos y otros que no!”.

“¡Nuestra familia es pobre!”.

“¡Tenemos que hacer este camino para dar de comer a nuestra familia!”.

“¡Vivimos de la tierra, del cultivo, y no tenemos qué comer! Nuestro presidente no nos ayuda”.

Son los gritos desesperados de Pedro Pablo, ojos rojísimos y lagrimosos, gorra blanca, polo azul. A sus espaldas, el portón se cierra.

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El concierto en el que Mynor nunca cantará

Este es el momento de la incertidumbre y la decepción. Ya no hay paso y no existe posibilidad de abrirlo, por lo que los integrantes de la caravana se preparan para acampar en el puente. La consigna era clara desde el inicio: si cierran las puertas, se dormirá frente a ellas. Pero son las 14:00 horas y pega un sol de esos que quema sin que te des cuenta. El cielo está ligeramente nublado, pero el calor es pegajoso. La gente tiene sed y las bolsas de agua se convierten en bien preciado que se comparte hasta la última gota. Se forman varias hileras. Al principio, algunos líderes suben a la verja para marcar línea. El Instituto Nacional de Migración (INM) de México ha reiterado su oferta: los migrantes podrán acceder, uno por uno, a su territorio, con la obligación de registrarse y ser alojados en los albergues dispuestos en Ciudad Hidalgo y alrededores. Para transportarlos, algunos autobuses están aparcados frente la gran valla metálica, a la vista de los exhaustos caminantes. Pero la mayoría no se fía.

Para las 14:30 horas sabemos que, ocurra lo que ocurra, esto va a tomar tiempo. Por eso el puente cobra vida propia. La ansiedad de minutos anteriores ha desaparecido y la gente entra en una especie de letargo nervioso. Llegan víveres. Al menos, bolsas de agua, aunque tarde para algunos, que se han desmayado, deshidratados. Quienes pueden, descansan bajo las tiendas improvisadas a ambos lados de la carretera, buscando algún espacio de sombra. Si la víspera fue la lluvia la que castigó la caminata, ahora es el sol el que pone las cosas un poco más difíciles. Es la guerra contra la pobreza y contra los elementos.

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En primera fila se suceden las discusiones. Nada concreto porque el portón sigue cerrado y la única alternativa son los autobuses, que la mayoría rechaza, aunque progresivamente hay quien acepta las condiciones mexicanas y sube al bus con incertidumbre. “¿Será que no nos van a vender?, pregunta, con cara asustada, uno de los jóvenes que ha claudicado. Esa noche dormirá en Ciudad Hidalgo y solo el tiempo dirá si, al final, no fue uno de los adelantados.

Sentado en lo que fue la vía del tren está Mynor Chávez, de 19 años, de Copán. Tiene mucho calor. Suda como si le hubiese brotado rocío de la frente. Está con su papá y su hermano, de 12 años. Su madre se divorció y está en camino hacia Estados Unidos. Sola. Sin coyote. Con su hermana de ocho años. Muestra su zapato. La suela se ha levantado y aparece un calcetín azul. “Caminamos más de 20 kilómetros cuando salimos de Chiquimula. Nadie nos quiere dar jalón”. Chávez tiene cara de persona inteligente y rostro melancólico. Dice que su padre tuvo que dejar de trabajar porque, en un asalto que sufrió, le dispararon en el pie. Dice que está harto de comer una sola vez al día, el desayuno de tortillas y huevo. Dice que solo quiere una oportunidad, trabajar unos años, hacer plata y regresar a su país. Vendieron todo lo que tenían, que no es más que la refrigeradora y la televisión, y comenzaron la ruta hacia Estados Unidos.

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Al joven solo le cambia la cara cuando habla de su pasión, el canto. Este domingo, precisamente este, tenía un concierto en el Bazar del Sábado. La “profe Celia” le consiguió una audición a Chávez y a otros dos amigos. “Hicimos la primera presentación en una noche cultural del jueves. Luego, la Cámara de Comercio de la ciudad de Copán nos quería a nosotros para que cantáramos en el bazar del sábado. Los otros sí se quedaron, pero yo no pude, por la situación”, dice. El puente de los desesperados es un lugar todavía más triste ahora.

La conversación se interrumpe antes de las 15:00. Es el padre, que le habla a dos metros.

¿Nos tiramos?

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El hombre se refiere a un recurso que, en su desesperación, están utilizando algunos de los migrantes. Exhaustos, desesperanzados, con el portón cerrado a cal y canto, algunos de los integrantes de la caravana comienzan a mirar hacia el Suchiate. Ahí está, con su agua marrón. Si cruzar en balsa es fácil, también puede hacerse a nado, ayudados con una cuerda. Así que deciden saltar. No es uno, ni dos. Son muchos. Lanzan sus pertenencias a alguno de los balseros y se dejan caer desde el puente. Sí, se tiran abajo, se zambullen desde una altura considerable para cruzar en situación irregular, lo que les deja con la amenaza de la deportación para todo el trayecto. Llegados a este punto se genera uno de los conflictos de la jornada. Hay jóvenes mexicanos, gente que los migrantes no identifican como alguien de los suyos, que instan a los agotados del puente a lanzarse al agua y seguir adelante. En la orilla de Ciudad Hidalgo, un grupo les jalea. Otro, otro, cantan, en cada salto. Quienes siguen fieles a la idea de la caravana acusan a los instigadores de ser ajenos a la marcha, de buscar su propio beneficio. “Ellos no son hondureños, son de aquí. Hacen relajo y el problema nos lo buscan a nosotros. Quienes van con ellos no saben qué están haciendo. Aquí hay mafias. Te piden 5,000 dólares para avanzar y si no los tienes te matan”, dice un tipo haciendo el gesto de cortarse el cuello.

La situación en el puente no volverá a moverse a partir de este momento. Algunos optan por aceptar las condiciones del Gobierno mexicano. Otros, por lanzarse al río y probar suerte. La mayoría pasa la noche al raso, aunque muchos han regresado a la Casa del Migrante para retomar fuerzas. Tras las rejas, en el puente convertido en campo de refugiados, puede leerse un cartel al otro lado: “México”.

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