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El Peruíto: fuego y lucha en una antigua fortaleza Maya

¿Cómo llegó el fuego? La representante de Conap lo tiene claro: “fue esa gente porque dicen que es área agrícola de ellos”. Pero los pobladores rechazan el señalamiento: “Con las temperaturas, el fuego puede brotar de cualquier lado sin que se sepa el responsable”, dice el alcalde auxiliar de La Mestiza.
El representante de la WCS piensa que quemar el sitio arqueológico "obedece a una lógica perversa" con el fin de "destruir los valores más espectaculares del patrimonio". En palabras de los comunitarios, la razón es mucho más prosaica: la pepitoria se da mejor en las zonas altas. Por ejemplo, arriba de los montículos que algún día fueron templos mayas".
Fuerzas militares y organizaciones ambientalistas resguardan el área del sitio arqueológico El Peruíto.
Aguada seca en uno de los potreros que rodean La Mestiza
Una de las champas construidas por campesinos de La Mestiza, cerca de El Peruíto, fue quemada por las autoridades
Militares y guardarecursos apostados en la entrada del sitio arqueológico de El Peruíto
Jovel Tovar en compañía de su hijo espera su audiencia en el juzgado de medio ambiente de Petén
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El Peruíto: fuego y lucha en una antigua fortaleza Maya

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Este es un conflicto por la sobrevivencia. La comunidad La Mestiza –cansados de buscar tierra y azotados por la pobreza– se asentaron y cultivaron en una zona que ya había sido declarada área protegida. Fue la única forma que encontraron para sobrevivir. Las instituciones ambientales, por el otro lado, luchan por la sobrevivencia de la selva, por proteger el Parque Nacional Laguna del Tigre. En el medio, un sitio arqueológico, saqueado y abandonado. En abril pasado un enorme incendio vino a complicarle la situación a todos.

Hace más de 12 siglos, en una esquina de lo que ahora llamamos Parque Nacional Laguna del Tigre, en Petén, se erigía la ciudadela de El Peruíto. Bajo el control de la gran ciudad de El Perú-Waka, cumplía funciones defensivas. Desde las alturas se podía vigilar el  río San Juan y controlar la ruta comercial hacia Calakmul. Tras el colapso de las grandes ciudades mayas entre los siglos VIII y IX, la selva retomó posesión del Petén. Los templos abandonados de El Peruíto se volvieron hogar de animales salvajes. Ajena a las vicisitudes del tiempo, la antigua ciudadela no fue más que un punto olvidado en el mapa arqueológico del Petén. Hasta que en abril de 2017 un incendio lo arrasó.

El Peruíto presenta ahora una viva imagen de la desolación. Desde la plaza ceremonial se divisa una extensión de 100 hectáreas de bosque talado y quemado. Las antiguas pirámides, desnudas, chamuscadas, parecen un amasijo de ripio. Afloran los viejos túneles cavados por saqueadores ávidos de tesoros mayas. Hace más de mil años que las  ciudades mayas dejaron de guerrear entre ellas. Pero hoy, un nuevo conflicto sacude la región. Esta vez enfrenta a una comunidad llamada La Mestiza con el Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) apoyado por grandes organizaciones ambientalistas. Mientras la comunidad, constituida en su mayoría por campesinos sin tierra, lucha por ocupar y cultivar una porción del bosque. Conap, que considera a La Mestiza como un asentamiento ilegal, intenta sacarlos. El fuego que arrasó El Peruíto y que causó un escándalo nacional e internacional, es consecuencia de este conflicto en el que se juega el futuro de la Laguna del Tigre.

Una comunidad bajo amenaza

 

Perdida cerca del límite oriental del Parque Nacional Laguna del Tigre, La Mestiza reúne en condiciones muy precarias a 50 familias, unas 350 personas. Sus primeros habitantes se asentaron en el área en 1998. Con paredes de tablas y techo de palma o lámina, las casas están dispersas en un  descampado donde no crece casi nada. Algunos árboles de poca sombra, matorrales aquí y allá, un pasto seco que implora por el regreso de las lluvias constituyen el paisaje. El suelo es duro, cubierto de polvo que se incrusta en los ojos y la boca a la mínima borrasca.

En el centro de la comunidad hay una escuela de tablas que los habitantes levantaron, una pequeña capilla dedicada a la Virgen de Suyapa y un templo evangélico. Hay también un anchísimo campo de fútbol con porterías de madera. Una laguna cercana brinda a los lugareños un agua amarillenta. Sin luz eléctrica, señal telefónica o puesto de salud a menos de dos horas en carro, La Mestiza es una más entre los cientos de comunidades abandonadas a su suerte.

Abandonada, pero no olvidada. Su conflicto con el Conap y las organizaciones ambientalistas la ha puesto en la mira de los medios de comunicación. El 12 de abril de 2016 Prensa Libre llamaba a sus habitantes “invasores” al servicio de “terratenientes salvadoreños”. Un año después, el 24 de abril de 2017, RelatoGT los tildaba nuevamente de invasores, cuya “mano criminal” hizo que decenas de “loros, osos hormigueros, guacamayas y monos perdieran la vida”. Al día siguiente, Prensa Libre volvía a la carga e informaba que La Mestiza estaba conformada por campesinos del Quiché y Alta Verapaz quienes, “dirigidos por el crimen organizado”, tenían por objetivo depredar el área protegida. En abril, noticias de La Mestiza trascendieron a nivel mundial. Refiriéndose a sus habitantes, un reportero de la cadena Al Jazeera los llamaba “grupo criminal”.

 

 

En la escuela de La Mestiza, unos 30 comunitarios nos esperan sentados en pupitres donados, hace ya muchos años, por la petrolera Perenco, que tiene su campamento a unos 60 kilómetros. Hay hombres, mujeres y niños. Para ser un "grupo criminal", son bastante acogedores. Es la primera vez que reciben periodistas. Lejos de la desconfianza que se podría esperar ante el trato mediático que han recibido, y del cual son conscientes, lo que reflejan es una voluntad de dar su versión, de ser escuchados.

Quien toma la palabra es el alcalde auxiliar. “No nos dejan trabajar. Estamos obligados a ganar el pan de cada día, y hemos hecho el esfuerzo. Pero no nos lo permiten las autoridades. Hemos sentido la fuerte presión del Ejército, de Conap y la policía, y hemos sido criminalizados por años”, lamenta.

El discurso de este líder campesino de alrededor de 45 años, seco, de mirada cansada y hablado pausado y reflexivo, es de derrota. “Nos sentimos muy mal, tristes porque no sabemos cómo podemos sobrevivir. Nuestra comunidad está bastante asustada, tenemos amenaza de desalojo, han sobrevolado día a día avionetas y helicópteros. Hemos intentado trabajar en grupo, pero ni siquiera unidos hemos podido”.

El destino de la comunidad pende de un hilo. Según Pilar Montejo, directora jurídica de la delegación de Conap en Petén, la orden de desalojo de La Mestiza “ya está tramitada”. “Sabemos que tienen hijos y que tienen que darles de comer. Pero no hay nada que discutir. Sean ellos o sea quien sea, tienen que irse porque es un parque nacional. La ley es clara”, agrega.

La fuerza pública podría aparecer en cualquier momento para desalojar a la comunidad, y, como se suele hacer en estos casos para evitar que la gente regrese, quemar las casas. También podría tardar otros 20 años en cumplir la orden judicial. Nadie sabe.

—¿A dónde van a ir si se da el desalojo?

Sigue un incómodo silencio, hasta que un hombre lanza: “a la calle”.

Además de la orden de desalojo, algunos líderes de la comunidad tienen orden de captura, según confirmó el fiscal de Medio Ambiente de Petén, Williamson López. Se les acusa de fomentar las invasiones en el área protegida. El anterior alcalde auxiliar de La Mestiza, Jovel Tovar, fue capturado a principios de abril y aguarda en prisión su juicio. Por esta razón, no se mencionan los nombres completos de los habitantes en este reportaje.

¿De dónde vienen los habitantes de La Mestiza? ¿Cómo llegaron hasta ese agreste rincón? Hablar con ellos es adentrarse en múltiples historias de desarraigo y migraciones internas. Todos movidos por un mismo afán: encontrar en dónde sea una parcela para cultivar. Es el caso de Agustín que lleva 17 años en La Mestiza. Originario de Los Amates, Izabal, llegó de niño a Sabaneta, en el municipio de Dolores, Petén. Pero allí su familia fue amenazada por un coronel retirado que les vedó el paso a su terreno. Por eso se fueron y llegaron a La Mestiza.

Un caso más dramático es el de Oswaldo, un campesino que llegó recientemente a La Mestiza. Antes, vivía en Centro Campesino, una comunidad del parque nacional Sierra Lacandón. Centro Campesino vivía en constante conflicto con Conap, con la organización Defensores de la Naturaleza que administra el parque y con grupos que depredaban el área protegida y traficaban madera. En 2013, las peleas de la comunidad llegaron a su fin: hombres armados decapitaron a cinco campesinos y le prendieron fuego a las parcelas y al bosque. Todos los habitantes salieron en estampida. Prefirieron dejar sus casas y tierras antes que sufrir la misma suerte. La masacre de Centro Campesino nunca fue esclarecida. Oswaldo y su familia abandonaron su casa y las 45 hectáreas de terreno y llegaron a La Mestiza, en donde no tienen nada. 

Los comunitarios insisten en que vayamos a conocer el lugar en el bosque en donde pretendían sembrar pepitoria, hasta que fuerzas combinadas de Conap, el Ejército y la Policía los desalojaron. Peguntamos por alguien que nos guíe y responden que no irá un solo guía: quieren ir todos juntos. Saben que las autoridades siguen allí y que si van solos o en grupos pequeños, pueden ser capturados y juzgados por usurpación.

Dos comunitarios con más recursos que los demás ponen a disposición dos viejísimos picops. Alguno viene a caballo, otro montado en su bicicleta, unos más van a pie. 40 minutos en carro y una hora y media de caminata separan a la comunidad de sus áreas de trabajo. Para llegar al bosque hay que tomar un camino que cruza las 450 hectáreas que pertenecen a un señor de Jutiapa, y luego las más de 1,000 hectáreas de un señor de Jalapa. Los campesinos solo recuerdan el nombre de uno de ellos: don Rolando.

Estos terratenientes nunca vienen a visitar sus tierras. De hecho, legalmente no son dueños de nada. Este es un parque nacional y por lo tanto todo pertenece al Estado. Pero en estos páramos sin ley, un título de propiedad no es necesario: nadie, ni los campesinos ni las autoridades han cuestionado nunca el dominio de estos finqueros.

 

El polígono de La Mestiza

En 1989 Guatemala dibujó sobre su mapa el Parque Nacional Laguna del Tigre: 335 mil hectáreas en la esquina noroccidental del país. Guatemala vio que el dibujo era bueno y se echó a dormir. En esos años la zona estaba ocupada tan solo por una petrolera, algunos campamentos y esbozos de comunidades en la parte sur. El Conap, institución débil y desfinanciada, no fue capaz de administrar el parque ni de resistir a las presiones que lo amenazaban.

Poco a poco  se fue poblando. Pronto se convirtió en la última esperanza para miles de campesinos sin tierra. Se estima que entre 15 y 30 mil personas ocupan hoy el parque. A la vez, el área fue invadida por un número indeterminado de grandes ganaderos, narcotraficantes como la familia Mendoza, militares retirados y políticos. Los terratenientes se repartieron el parque y arrasaron rápidamente con los paisajes naturales. La ganadería se volvió una de las modalidades del lavado de dinero. Las narcopistas de aviación aparecieron: hoy se contabilizan 63 en la Laguna del Tigre, según William García, jefe de prensa del Ejército. Todos los años, entre febrero y mayo, el fuego se apodera del entorno: se queman potreros, bosques y pastizales naturales para la siembra de pasto para el ganado, y, en menor medida, para sembrar milpa y pepitoria.

La especulación sobre la tierra y el afán de los terratenientes por expandir sus dominios orilló a muchos campesinos hacia los márgenes del parque nacional, donde todavía hay zonas sin cercos. Este es el caso de La Mestiza, una de las 39 comunidades del parque. Una vez las tierras circunvecinas quedaron en manos de ganaderos de Oriente, los campesinos sin tierra de la comunidad voltearon la mirada hacia el bosque. Y allí, se adjudicaron un polígono: un área que reivindican como propia y en la que cada familia tiene una parcela de 45 hectáreas. En ese polígono está El Peruíto. Es allí donde nos quieren llevar.

El camino se vuelve imposible y dejamos los vehículos. Empieza una agotadora caminata por veredas sin sombra. Más de una hora después llegamos al final de los potreros para adentrarnos en el bosque. No es un bosque virgen: se nota que el fuego lo ha mordido innumerables veces. Cruzamos un arroyo seco, y el bosque se vuelve más denso. Llegamos al campamento provisional que los campesinos habían montado para llevar a cabo sus labores de siembra.

Un poco más adelante están los soldados y los guardarecursos de Conap. La llegada de los comunitarios y de dos periodistas sorprende a los soldados, que estaban descansando. Podría ser un encuentro violento: soldados con fusiles, comunitarios con machetes, el efecto sorpresa y el miedo en ambos bandos. Pero no ocurre. La reacción de los soldados no es hostil. El único gesto inamistoso entre uniformados y comunitarios es el de filmarse unos a otros con teléfonos celulares.

Quien parece dirigir el campamento, por encima del oficial del Ejército, es un hombre espigado que lleva una gorra de Conap. Dice que no forma parte de esa institución, pero no indica a qué organización pertenece. Toma nuestros datos. A diferencia de los soldados, él sí da muestras de desprecio hacia los campesinos, quienes le devuelven la cortesía.

“Vinimos con instrucciones precisas: área protegida es área protegida. La Mestiza es un asentamiento ilegal. Año con año van avanzando su terreno, y de allí el conflicto. Se les ha marcado el alto, se les ha hecho las prevenciones, pero ellos siguen”, explica el hombre. Justo detrás de él, asoman las ruinas quemadas de El Peruíto.

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El escudo contra la deforestación

La presencia del Conap y del Ejército en esta zona remota de la selva petenera se debe en gran parte a una organización ambientalista norteamericana llamada Wildlife Conservacy Society (WCS). WCS aterrizó en Guatemala en 1992, dos años después de que fuera declarada la Reserva de la Biosfera Maya. Desde entonces, gracias al apoyo financiero y político que le brinda USAID, la cooperación estadounidense, WCS participa de forma directa en el diseño e implementación de las políticas públicas para la protección de la selva petenera.

Sin WCS y otras organizaciones ambientalistas como Balam o Rainforest Alliance, las instituciones guatemaltecas no tendrían los recursos para mantener presencia en lugares como El Peruíto. El apoyo que les brindan va desde combustible para los vehículos y para personal de Conap y de la Policía, hasta organizar y financiar sobrevuelos de monitoreo de incendios.

El director de WCS Guatemala desde hace más de 20 años es Roan Balas McNab, un hombre alto y rubio de 53 años. Cuando habla, parece llevar a cuestas todo el peso del bosque tropical. Al mencionar la deforestación, lo embarga una tristeza un tanto sobreactuada.

Roan McNab es quien ideó la estrategia llamada El Escudo. Esta consiste en una línea de demarcación: al oeste, el caos y la depredación del Parque Nacional Laguna del Tigre; al este, las zonas selváticas mucho mejor conservadas, en las que se encuentran las concesiones forestales comunitarias y parques nacionales como Tikal o El Mirador. El Escudo busca parar en seco la frontera agrícola y ganadera y evitar así que el acaparamiento de tierras, la tala para agricultura de supervivencia y la ganadería sigan su avance hacia el este. De esta forma, McNab quiere proteger el 68% de la Reserva de la Biosfera Maya que aún está en condiciones aceptables de conservación.

Para el 32% que queda, McNab trabaja en una estrategia “gana-gana”, con la que gane el medio ambiente y ganen las comunidades de la Laguna del Tigre. Pero esta estrategia no ha sido aún discutida con los demás actores de la conservación, ni tampoco con las comunidades.

Para mientras, lo que hay es El Escudo, el cual consiste en dar mantenimiento a las brechas cortafuego que surcan de Norte a Sur el bosque, y en mantener una presencia constante de la fuerza pública en las áreas amenazadas por la deforestación. A partir de 2014, la estrategia avanzó hacia las zonas reivindicadas por La Mestiza. El conflicto con la comunidad era pues, inevitable.

“Ni una pulgada más”, es el leitmotiv de Roan McNab. Afirma que el enemigo no son los campesinos de La Mestiza. El enemigo real son los “falsos líderes” que los manipulan. El polígono de La Mestiza es, según él, “especulación de tierras para ganaderos que van a entrar y convertir el bosque en pasto. La primera ola va a ser maíz y pepitoria, y luego va a ser pasto para ganado. Yo no caigo en la trampa de los lobos. No hay nada más vil que manipular a los campesinos con esos fines”, agrega el ambientalista.

Si hay grandes ganaderos que tiran los hilos de La Mestiza, si sus campesinos no son más que marionetas, entonces estos poderosos han logrado mantenerse escondidos muy hábilmente: no hay nombres ni datos que permitan identificarlos. Las únicas personas que McNab menciona como los manipuladores, son los propios líderes de la comunidad.

El 28 de marzo de 2017, al cabo de una conferencia de prensa de representantes de las comunidades de la Laguna del Tigre, fue capturado Jovel Tovar, exalcalde auxiliar de La Mestiza. Se le acusa de ser uno de los promotores de las invasiones de tierras. Plaza Pública quiso asistir a la audiencia de primera declaración, realizada un mes después de su captura, pero la jueza de medio ambiente de Petén, Karla Hernández, declaró el caso en reserva, lo cual impidió la presencia de la prensa en el juzgado.

Tovar niega haber promovido una usurpación en los bosques cercanos a La Mestiza, y niega también haber “agarrado” tierras allí. “Yo ni conozco esa área. La diviso, pero no la conozco. Una vez fui, pero hace años. Decían que había tierras baratas que comprar allí. Fui, pero no me gustó porque era lejísimos”, explicó un Jovel Tovar muy afligido por su detención. Tovar, quien según su abogada es analfabeta, parece perdido y perplejo en el laberinto procesal.

Queda por ver si en este proceso, la fiscalía presenta pruebas de la supuesta confabulación entre grandes ganaderos y líderes comunitarios como Tovar.

Jugar al gato y el ratón en la selva

Por un lado, La Mestiza considera el bosque que rodea El Peruíto y que se extiende hacia el sitio arqueológico de El Perú-Waká, como parte del polígono que se ha atribuido unilateralmente. Para sus campesinos sin tierra, la acción de las autoridades y de las organizaciones ambientalistas es un atropello a sus derechos humanos. Por el otro lado, WCS y Conap lo considera como un área de protección estratégica: el escudo de defensa de las zonas bien conservadas del bosque alto. Todo parece dispuesto para que surja la violencia.

En abril de 2016, una patrulla del Ejército, Policía y Conap tuvo un encontronazo con los comunitarios en sus áreas de trabajo. Según Jovel Tovar, la patrulla intentó capturar a un padre y sus dos hijos mientras estaban cultivando. Asegura que las autoridades les dispararon, pero que lograron huir. Cuando se reagruparon cerca de La Mestiza, se dieron cuenta que faltaba uno de los niños. Pensaron que lo habían matado o herido, y por eso la comunidad le cerró el paso a la patrulla.

Entre los campesinos y la patrulla se encendió una discusión muy acalorada y tensa. Tovar asegura que él mismo le quitó de las manos un machete a un comunitario demasiado exaltado. Asegura que no se desarmó a la patrulla, y “ni siquiera se les tocó el uniforme”. Poco después el niño apareció ileso. Para zanjar el asunto, a un comunitario se le ocurrió redactar un acta sobre lo sucedido. En esta, los campesinos se quejaban del maltrato de las autoridades y recalcaban los límites del polígono que reivindican. Que no se irán del lugar, aseguraban por escrito, porque “en nuestro país ya no hay más tierras donde poder trabajar”. El acta consigna que los miembros de la patrulla se comprometen a no volver a “ocasionar perjuicios en el lugar”.

En un documento presentado en el juicio contra Tovar, un guardarecursos de Conap afirma que fueron retenidos por la fuerza y obligados a firmar el acta. Tovar niega que se les haya obligado a firmar, y asegura que la discusión no duró más de media hora.

Hoy, el acta, fotografiada por el guardarecursos, es una de las piezas clave del Ministerio Público en contra de Jovel Tovar: a la par del sello de alcalde auxiliar, aparece su huella digital. A Tovar se le acusa de promover la usurpación de tierras y no de haber retenido o violentado a agentes de la autoridad. Pero el acta lo señala como líder comunitario, y, por lo tanto, argumenta la fiscalía, tiene que ser uno de los promotores de las invasiones.

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A pesar del incidente con la patrulla, 2016 no fue un mal año para la comunidad. Para resistir a la presión del Escudo, los campesinos adoptaron una nueva estrategia: en vez de cultivar parcelas individuales cada uno por su lado, todos juntos botarían un área del bosque, para sembrar colectivamente. Escogieron un lugar, botaron seis hectáreas de bosque y obtuvieron una buena cosecha de pepitoria.

Este año decidieron trabajar de la misma forma, pero ampliando el área a 45 hectáreas. En febrero, instalaron un pequeño campamento provisional al lado de El Peruíto y empezaron a cortar árboles y a limpiar la maleza. En marzo empezaron a trazar la ronda: una brecha cortafuegos alrededor de la parcela que pensaban quemar. La ronda debía circular El Peruíto.

¿Por qué escogieron El Peruíto? Según Roan McNab, quemar el sitio arqueológico obedece a una lógica perversa. Los promotores de la invasión quieren destruir los valores más espectaculares del patrimonio, de manera que no quede nada valioso que conservar: ni sitios arqueológicos ni bosque.

En palabras de los comunitarios, la razón es mucho más prosaica: la pepitoria se da mejor en las zonas altas. Por ejemplo, arriba de los montículos que algún día fueron templos mayas.

El 22 de marzo, un operativo sorprendió a los comunitarios en su campamento improvisado. Más de cien policías, pusieron en fuga a los comunitarios y destruyeron las chozas. En la trifulca, los campesinos lamentaron un par de heridos leves y un brazo roto, así como la pérdida de algunas pertenencias y herramientas de trabajo.

Las autoridades tomaron posesión del área, y unos días después, un equipo de arqueólogos del sitio arqueológico de El Perú-Waká, vinieron a hacer una visita de reconocimiento en El Peruíto. Era la primera vez que arqueólogos profesionales hacían un levantamiento de datos en la ciudadela.

 

Los arqueólogos documentaron en un informe los saqueos que ha sufrido el sitio. Identificaron 73 excavaciones ilegales, de las cuales cinco, de menor profundidad, eran recientes. Los habitantes de La Mestiza niegan haber excavado el sitio arqueológico. Sin embargo, en su campamento, los arqueólogos encontraron algunas piezas de cerámica rota provenientes de las excavaciones ilegales. “Desconocemos si hubo hurto de piezas arqueológicas completas o semicompletas”, indican los arqueólogos.

Autoridades y ambientalistas se encontraron frente a una amenaza inminente: los árboles talados y la maleza cortada que dejaron los comunitarios. Este verano, uno de los más secos de la última década, ponía las condiciones para un incendio de gran magnitud. Según McNab, ambientalistas, Conap y Ejército dedicaron los siguientes días a trazar brechas cortafuegos, en previsión. Incluso, pensaron quemar el área de manera controlada, para consumir el material combustible sin dañar los montículos Mayas.

Sin embargo, no hubo tiempo para llevar a cabo estas obras. A principios de abril, el fuego hizo su aparición. Fue un incendio descontrolado que quemó cerca de 100 hectáreas de bosque, de las cuales la mitad ya habían sido dañadas por los campesinos. El fuego no perdonó los montículos arqueológicos. Estas 100 hectáreas se agregan a las 43 mil hectáreas de bosques y sabanas naturales que, según datos oficiales preliminares, se quemaron este año en Petén.

En cuanto a la responsabilidad del incendio, la comunidad y las autoridades se echan la culpa mutuamente. “Es fácil saber que fue esa gente porque dicen que es área agrícola de ellos”, señala Pilar Montejo, directora jurídica de Conap en Petén.

“Desconocemos cómo se quemó. No hemos podido ingresar porque no nos han permitido. Con las temperaturas, el fuego puede brotar de cualquier lado sin que se sepa el responsable”, argumenta el alcalde auxiliar de La Mestiza.

Como sea, una vez el bosque abatido, El Peruíto estaba condenado al fuego.

La otra cara de la conservación

Al otro lado del Escudo, la buena salud de la selva petenera no es casual. Entre los factores clave que la han protegido está la presencia de comunidades forestales como Carmelita o Uaxactún. 500 mil hectáreas de bosque están bajo la responsabilidad de ocho cooperativas comunitarias que, durante los últimos 20 años, han extraído de forma sostenible maderas preciosas y otros productos naturales. Las comunidades, lejos de ser una amenaza para la selva, son sus mejores custodios.

La creación de las cooperativas, a lo largo de los años noventa, fue un proceso accidentado: los comunitarios tuvieron pleitos con Conap parecidos a los que enfrenta hoy La Mestiza. Las organizaciones ambientalistas internacionales debatían apasionadamente: algunas querían que los 21 mil kilómetros cuadrados de la Reserva de la Biosfera Maya estuvieran libres de humanos, otras, entre ellas WCS, sostenían que esto no era ni posible ni deseable. Esta segunda visión ganó y Conap puso en manos de las comunidades forestales grandes bloques de bosque.

Este proceso comunitario sigue siendo frágil. Su supervivencia depende en gran medida de la inversión que realizan agencias como USAID. Depende también del apoyo técnico y político ininterrumpido que aportan desde hace 20 años las organizaciones ambientalistas.

Esta cooperación masiva nunca se dio en las comunidades del Parque Nacional Laguna del Tigre, con la única excepción de Paso Caballos, una comunidad Q'eqchi' que firmó un acuerdo de conservación con WCS en 2011. La Mestiza y sus semejantes, consideradas como asentamientos ilegales por haberse constituido después de 1989, año en que se declaró el área protegida, fueron abandonadas a su suerte. Conap les niega cualquier proyecto que permita su permanencia y bienestar. El Estado solo se ha manifestado bajo la forma de patrullas, cateos, órdenes de desalojo y captura de líderes, sin tocar a los grandes terratenientes que controlan las tierras alrededor de la comunidad.

Los campesinos de La Mestiza conocen la palabra agroforestería, y saben que existen formas de agricultura más eficaces que la que practican. Pero hasta ahora, nadie les ha enseñado estas técnicas. De todas formas, una comunidad con orden de desalojo no puede darse el lujo de pensar en el largo plazo. Su única opción consiste en sembrar rápido, a escondidas en el bosque, con la esperanza de que la cosecha madure antes de que las patrullas la destruyan.

Sin duda, una respuesta adecuada a los problemas de las comunidades de la Laguna del Tigre hubiera constituido para la biodiversidad un escudo más eficaz que el Escudo propuesto por WCS. Quizás así la antigua ciudadela de El Peruíto dormiría en paz en el bosque, y seguiría dando albergue a los animales salvajes.

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