Sería abril o mayo del 2015. Pasé a un lado y me fijé en el nombre, un tal Jimmy Morales. Hasta ese momento era un personaje lejano que salía en la televisión caricaturizando a árabes, indígenas, garífunas, gays, italianos: estereotipos simplones y despectivos.
Empezó garantizando su gobierno con su madre y contando historias tristes de vendedores de bananos. Se montó en una Vespa y se hospedó durante meses en un hotel seis estrellas. Levantó al cuerpo diplomático para jurar la bandera, lloró y se quedó dormido.
Él era también un estereotipo, el gobernante ridículo de una república bananera, la fantasía de una guionista de Los Ángeles en una película serie B.
Pronto mutó. Carros blindados y cenas opíparas lo alejaron de la realidad tercermundista. Se olvidó de andar por las aceras, de esperar el semáforo, de cargar efectivo para pagar un parqueo. Se olvidó de tener que hacer cuentas y de las facturas, de las cenas en familia, de las risas con los amigos.
Se volvieron comunes los viajes en helicóptero, las visitas de poderosos empresarios, de políticos antañones con largas barbas blancas. Personajes de apellidos coloniales resultado de matrimonios endogámicos, mezclados una y otra vez entre ellos, llegaban a oficinas acaobadas y le decían «señor presidente». El señor presidente ya no era el título del libro que nunca leyó. Era él.
Los militares que lo buscaron para impulsar su candidatura lo rodearon y protegieron de los oportunistas. Siempre se sintió muy a gusto con ellos. La estructura militar es muy similar a las iglesias neopentecostales que conoce: células, grupos a cargo de pastores y pastores generales, todo piramidal y obediente. El instituto América Latina de los 70 y 80 obedecía a esa disciplina.
Veteranos militares con una lógica bélica y revestida de una ideologización de la lucha contra la corrupción, que veían como enemigos la transparencia y los controles democráticos del poder. Políticos asentados en una estructura partidaria que venía evolucionando desde 1985 y que, ya en pleno cambio generacional, se reunieron en un Congreso de una sola gran bancada descarada. Partidos inexistentes sostenidos por inescrupulosos financistas millonarios, por medios de comunicación idiotizantes y corruptores y por algunos empresarios asustados por errores de su pasado.
Pronto cayó su hijo en un pequeño caso de facturas falsas, servicios inexistentes y cotizaciones ficticias. José Manuel, a sus 19 años, ya sabía los trucos y vericuetos de las adjudicaciones directas. ¿Dónde habrá aprendido?
Este caso fue el catalizador de su malestar incipiente. Ya no tenía que disimular ni colarse en una conferencia de prensa de la Cicig y el MP. En unos meses se levantaría y, en una fría habitación oscura, en un búnker donde estaba refugiado de las arremetidas de la opinión pública, declararía no grato a Iván Velásquez. Se quitó definitivamente la máscara de tolerancia y, de ser un actor anodino y superfluo que asistía a inauguraciones de inauguraciones, pasó a ser titular en el equipo del statu quo, de la voracidad rapaz, de la intolerancia, del odio, de la afrenta, de la amenaza.
A partir de allí, el viaje a los infiernos.
Y nos lleva con él.
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