Según datos de acceso público, en este último lustro los países pobres del Sur les pagaron, en calidad de servicio de su deuda externa, aproximadamente 230,000 millones de dólares por año a los ricos del Norte. A eso hay que agregar la repatriación de beneficios de las filiales de las grandes empresas del Norte operando en el Sur, el desbalance en los términos de intercambio comercial entre productos primarios del Sur y los industrializados que este recibe del Norte y la incesante fuga de capitales del Sur hacia el Norte en calidad de capitales golondrinas y de depósitos secretos en paraísos fiscales, a lo que se suman las materias primas y las horas de trabajo del Sur literalmente saqueadas por el Norte. Todo esto hace un total estimado en más de 500,000 millones de dólares que el Sur aporta año con año al próspero Norte. Como dijo Eduardo Galeano, «el mundo está patas arriba».
Tan patas arriba que los pobres financian a los ricos. El caso no es nuevo: ya lleva más de cinco siglos. Desde la llegada de los conquistadores europeos a tierra americana, el Sur (Latinoamérica y África) viene aportando el capital inicial con que el capitalismo europeo se desarrolló y expandió luego globalmente.
En ese marco, luego de un saqueo histórico asegurado por la fuerza bruta (espadas y las primeras armas de fuego), santificado por la Iglesia católica y mantenido hoy por nuevos mecanismos de dominación igualmente brutales (FMI y Banco Mundial), hacia 1960 surge lo que se ha dado por conocer como cooperación internacional Norte-Sur.
Si bien oficialmente es «una opción estratégica de asociación entre Gobiernos, sociedad civil y sectores productivos, orientada a la transferencia del conocimiento científico, tecnológico, técnico, educativo y cultural como base para la obtención de los objetivos del desarrollo sustentable, el bienestar y la equidad social», no debe olvidarse que en realidad nace como estrategia contrainsurgente.
¿Era el Plan Marshall del Gobierno de Estados Unidos una estrategia de cooperación internacional para con la destruida Europa Occidental posguerra? En un sentido lo era. Pero no tanto cooperación solidaria con el hermano golpeado como una estrategia de contención de un socialismo creciente que venía del Este.
La cooperación internacional que desde hace varias décadas el Norte le otorga al Sur no es precisamente solidaria. Es una estrategia contrainsurgente —como se concibió la Alianza para el Progreso, la primera de estas iniciativas, puesta en marcha en los 60 en América Latina—, un mecanismo de protección de recalentamientos sociales, un arma de control.
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¿Por qué se hace cooperación internacional? ¿Por sentimiento de culpa? ¿Porque es políticamente correcto? ¿Por qué favorece las estrategias de dominación del Norte? Quizá esto último.
Si realmente existiera un interés solidario en promover el desarrollo de los más postergados, el Norte no se comportaría tan cínicamente. De hecho, en 1971 los países más prósperos, aquellos que otorgan cooperación, fijaron, en el marco de las Naciones Unidas, el compromiso de contribuir anualmente con el 0.7 % de su producto interno bruto a la ayuda internacional al desarrollo. Hoy, 50 años después, son muy pocos los que cumplen esa meta. Pero, si se cumpliera con el compromiso de aportar una mayor cantidad de asistencia para el Sur, ¿cambiaría la situación del mundo? ¿Puede la cooperación Norte-Sur resolver la cuestión de la pobreza y el atraso? Definitivamente no.
¿Cómo esperar soluciones de ayudas que vienen condicionadas, amarradas a agendas políticas ocultas, que vienen de los mimos factores de poder que, mientras desembolsan unos 60,000 millones de dólares al año en cooperación —de lo cual llega en realidad no más de un 20 % a los beneficiarios en el Sur—, extraen de la misma región 500,000 millones como ganancia? ¿Es eso cooperación?
Lo que necesitamos no es tanto solidaridad —que huele más a beneficencia— como justicia, equidad.
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