En un artículo reciente, la profesora Anita Isaacs nos confronta a los guatemaltecos con el sentido de urgencia que amerita la crisis actual. Su lectura —que comparto— es que algunos sectores clave coinciden en su objetivo de desmantelar el sistema corrupto actual y de reemplazarlo con una forma de gobierno democrática, como base mínima para avanzar en el resto de temas pendientes del país.
Hablar de tal transición es más sencillo que construirla. Estamos aprendiendo a hablarnos cara a cara con quienes no habríamos sentado en nuestra mesa en el pasado, discutiendo las similitudes y las diferencias entre nuestras formas de ver el mundo y delimitando aquello que es posible aquí y ahora.
No es tarea sencilla. Incluso con un objetivo tan básico como asegurar que se reforme el sistema electoral y de partidos políticos, con la premisa de que es tiempo de relevar a la clase política y de permitir el ingreso de nuevos actores, es difícil negociar los acuerdos y darles impulso.
Las condiciones, para empezar, son adversas.
Los sindicados del Mariscal Zavala llevan meses frenando el avance de los casos y denunciando injerencia extranjera. Figuras poderosas como el presidente y el alcalde esperan que las cortes jueguen a su favor e impidan el futuro avance de la verdad sobre los hechos. Y los diputados les están dando largas a las demandas ciudadanas de implementar una agenda mínima de reformas que garanticen un mínimo de transparencia y de rendición de cuentas.
Pero la oportunidad es espectacular.
A la mayor parte de los políticos tradicionales —integrantes del pacto de corruptos— se les ha sacado tarjeta roja por actuar con toda desfachatez a favor de la impunidad. Los más tozudos insisten en jugar con fuego, pero ya Estados Unidos anunció un posible retiro de visas y la activación de mecanismos para condicionar la ayuda internacional, medidas que dejan claro que la política para la región es el combate anticorrupción.
En este contexto, el sector empresarial se ha puesto contra la espada y la pared no solo al hacer de menos las manifestaciones populares de las últimas semanas, sino al ponerse del lado del presidente Jimmy Morales y al fallar en condenar enérgicamente los actos de corrupción de este.
Con esas filas cerradas, el momento de brillar es de los nuevos liderazgos —en el campo y en la ciudad— y de aquellos que buscan construir un país más democrático dentro de las posibilidades existentes: renovar la clase política a través de una Ley Electoral que, además, asegure representación de múltiples sectores y una mejor rendición de cuentas ante los electores.
Y en la encrucijada actual de la lucha contra la corrupción sería un error centrarnos exclusivamente en el contragolpe de las redes de impunidad. En efecto, su reacción es fuerte y los tiempos juegan a su favor, pero el pueblo no ve la lucha contra la corrupción como un asunto negociable y algunos actores clave han reconocido la premura de acuerpar estas demandas desde distintos espacios de incidencia de la sociedad civil.
¿Se moverá la sociedad civil con el apremio que amerita esta oportunidad única? Está por verse. Pero si algo queda claro es que no es tiempo de conformarnos con medias tintas. Pelear por lo posible no implica renunciar a la posibilidad de cumplir con las promesas de la democracia. Y para empezar a movernos hacia allá tenemos que adoptar esa visión común.
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