Ahora que entramos en período electoral, no está de más reflexionar, analizar el pasado con miras en el futuro, esperando así que algún buen sentimiento o idea aflore en nuestro presente. En lo personal, llego a la conclusión (y estoy segura de que no soy la única) de que las pancartas y los lemas se repetirán tanto por las voces de los partidos políticos, pero también por las caras de los líderes de opinión y de los representantes de sectores y de organizaciones de la sociedad civil a quienes se les pase el micrófono. Los partidos repetirán eslóganes como «¡urge combatir la violencia y el crimen organizado!» (mientras sea de armas, y no de chequeras) y los segundos volverán a exigir «un debate nacional con profundidad».
Y es que la humanidad como colectivo tiene el fetiche de repetirse a sí misma hasta que finalmente una élite no solo comprende el problema de su sistema, sino que encuentra también una solución viable y alcanzable para evitar caer en el mismo agujero. Si la democracia es el consenso general e ideal como esencia de organización política, ¿cómo la hacemos más genuina?, ¿cómo evitamos el mismo juego en el que pareciera que las elecciones se definen a puerta cerrada y al pueblo lo único que le queda es un conjunto de cancioncitas y de eslóganes de planes de trabajo en una oración?
Considero que un primer paso es reconocer lo que ha estado mal en el pasado y lo que no podemos aceptar esta vez. En línea con esto, permítanme servirme de un recurso y una mente externa para señalar un par de puntos. El cuento El matadero, del argentino Esteban Echeverría, es un excelente maestro que nos puede enseñar un poco de cómo la historia se repite, aun en diferentes latitudes y tiempos.
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En el cuento, Echeverría ilustra de manera cruenta pero probablemente adecuada la violenta época de Rosas (1835-1852) en Argentina. El sádico dictador Juan Manuel de Rosas, el Restaurador, autoproclamado «tirano ungido por Dios para salvar a la patria» (si algo le suena parecido a nuestra situación, vamos bien), supo aprovechar la polarización en el territorio entre los federalistas (con el apoyo de la Iglesia) y los unitarios. Mediante su capacidad para hacer negocios y su estrategia despiadada para aniquilar a sus opositores logró mantener el poder bajo la bandera federalista. Distintos historiadores convergen en que nada odiaba él más que el liberalismo.
Como siempre, aun en la peor oscuridad, seres humanos valientes, éticos e idealistas logran resistir y resurgir con la visión del mañana. Aquí, la Joven Argentina, con Echeverría, José Mármol, Juan Bautista Alberdi y Bartolomé Mitre, funge como el verdadero cáliz redentor al caer la dictadura.
Ahora bien, la pregunta persiste.
¿No hemos vivido en Guatemala suficientes períodos de represión y de violencia institucionalizada?
¿Podríamos ser capaces de darnos cuenta de que sí es posible decir e implementar #NiUnVotoMás contra quienes nos prometen violencia y barbarie como «política de seguridad y de desarrollo»?
Si no logramos tener una claridad y un aprecio intelectual y emocional de los avances en materia democrática y de respeto de derechos humanos, me temo que podríamos condenar a la siguiente generación a un retorno al oscurantismo del conflicto armado interno con una imagen muy parecida a la que ilustra Echeverría.
Si aceptamos el eslogan político de la violencia y de la negación del otro como solución al conflicto, no nos quedará más que abrazar el andar en cuatro patas y rezar que el joven unitario que se asesine no sea nuestro hijo.
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