En principio, no se necesitaría ser un gran analista para predecir que, como resultado de esta miserable, negligente y arrogante gestión de una pandemia anunciada, el inquilino actual de la Casa Blanca irá rumbo a ser derrotado en las elecciones generales de noviembre. Con más de 30 millones de desempleados (el doble de la población de Guatemala), un PIB 12 % menor que hace un año y la posibilidad cada vez más palpable de que estemos a la puerta de una depresión económica peor que la de los años 1930, las posibilidades de reelección de Trump deberían ir en picada.
Como diría Bill Clinton en su inmortalizado cliché: «Es la economía, estúpido». De aquí a noviembre, si el desempleo se dispara a un 20 %, los electores deberían cobrarle la factura al presidente en las elecciones, cosa que el Congreso no logró a inicios de año, cuando se abrió un juicio político en contra de Trump por abuso de poder y obstrucción. Sin embargo, como vimos en 2016, la razón propone, pero el electorado desinformado y desmemoriado dispone.
Más allá de la coyuntura electoral —pues el fenómeno Trump es solo un síntoma de un sistema político cada vez más disfuncional, polarizado y desvinculado de la ciudadanía—, el fiasco del manejo de esta crisis sanitaria, que ha cobrado la vida de casi 70,000 estadounidenses —cifra que podría ser más alta y que esconde desigualdades raciales abismales—, no debería ser solo el Katrina de Trump. Podría ser el Chernóbil de la excepcionalidad estadounidense, así como de alguna forma aquel desastre nuclear preparó la ruta para el colapso de la ex Unión Soviética hace tres décadas.
Este mito de la excepcionalidad se une al otro del destino manifiesto para hacer creer que Estados Unidos no tiene parangón con el resto de las demás naciones. Alude a un supuesto designio de dominio y de virtud casi divinas, asociadas a su deber de expandirse y de ser un faro para el mundo al difundir sus valores de libertad, pragmatismo, eficiencia, beneficencia y salvación; a su condición de refugio de oprimidos y olvidados, de puerto seguro para los más desposeídos, de luz de la democracia y cosas por el estilo.
[frasepzp1]
Pero esta pandemia ha puesto la lupa sobre la incongruencia de dichos valores y sobre las políticas neoliberales privatizadoras en detrimento de un Estado del que ahora todos quieren mamar y todos quieren resultados. A esto súmesele el liderazgo proempresarial del presidente actual. Se ha desatado la tormenta perfecta en un país que debería ser excepcional y estar a la altura de las circunstancias, pero que ha demostrado todo lo contrario. Lo público se ha reducido a un mínimo necesario, y ahora ese 1 % de multimillonarios es incapaz de salvar vidas y de salir al rescate de la economía.
Así como con Katrina, presenciamos de nuevo imágenes desconsoladoras y surrealistas de hospitales, médicos y enfermeras haciendo gala de creatividad para atender a una sobrepoblación de pacientes infectados. Mientras tanto, millones de trabajadores esenciales en sectores críticos de la agroindustria siguen trabajando en las plantas procesadoras de carne y en el campo con pocas protecciones sanitarias y laborales, arriesgando a diario sus vidas.
Por otro lado, la covid-19 no desalienta a grupos antidemocráticos, sino que los anima. Desafiando normas de distancia física, y al tenor de los tuits del mandatario de que hay que liberar a los estados de sus cuarentenas, ha surgido un movimiento muy similar al movimiento Tea Party en contra de las medidas de cierre parcial de la economía en estados demócratas. Se reúnen por cientos, armados hasta los dientes con propaganda pro-Trump. Lejos de buscar políticas para reactivar la economía y apoyar a los desempleados o a la pequeña empresa, su agenda es a todas luces de signo partidista.
Mientras tanto, el número de infectados con covid-19 supera ya el millón y no hay estrategia clara de salida. El fin de la excepcionalidad estadounidense luce más cercano que el hallazgo de una vacuna contra el implacable virus.
Más de este autor