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Edwin García, en medio, de camisa blanca, hace fila frente al portón de aduana guatemalteca, en el puente de Tecún Umán, el viernes 19 de octubre / Simone Dalmasso

Edwin García Connor. Engañado. Deportado.

“Mis dos hermanos estaban tramitando un permiso para permanecer en México legalmente y habían solicitado asilo en Estados Unidos"
“Nos dimos cuenta de que todo era una farsa, de que la Comisión de Ayuda a Refugiados estaba mintiendo, no estaba haciendo el proceso correcto"
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Edwin García Connor. Engañado. Deportado.

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El 26 de octubre mandó su último mensaje. Estaba siendo trasladado a la Estación Migratoria Siglo XXI, en Tapachula, Chiapas. Hasta entonces, protegimos su identidad, porque participaba del proceso de solicitud de asilo, pero ha sido devuelto a Honduras. Esta es la historia de Edwin García Connor, que creyó a las autoridades migratorias mexicanas, cruzó el puente, fue encerrado y, posteriormente, aceptó su deportación.

 

—Nos llevan a Honduras, deportados. Nos engañaron.

—Nos llevan a Honduras contra nuestra voluntad.

Estos son los últimos mensajes de audio que envió Edwin Emilio García Connor (40 años, de Roatán, Honduras) desde la Feria Mesoamericana, el complejo convertido en cárcel para migrantes en Tapachula (Chiapas, México). Su voz suena alterada y decepcionada. Son las 19:58 del viernes, 26 de octubre. En ese momento se encuentra dentro de una camioneta policial. En mensajes previos se le escucha a él y a otros compañeros alegar por su traslado. Se oyen palabras gruesas, algún grito y algunas quejas. Les llevan de la Mesoamericana a la Estación Migratoria Siglo XXI. “Nos llevan como que fuéramos delincuentes”. “En el Siglo XXI es donde tienen a los mareros, son los que controlan ese lugar”. “Me dijeron en Siglo XXI tengan cuidado porque ahí están los pandilleros, los mismos policías me dijeron eso”. “Nos llevan a un camión de la policía”. “Nos dieron a firmar tantos papeles para nada”. “Nos van a deportar obligatoriamente”.

No volverá a conectarse hasta una semana después, a punto de ser deportado. Es sábado, 3 de noviembre, 18:27 horas.

“Estoy preso en la estación Siglo XXI. Necesito un abogado para salir. Te mensajeo luego”. No lo hará hasta que se encuentre en Honduras, el lunes, 5 de noviembre.

Andrea Godínez

El hondureño fue derrotado. La burocracia, las leyes migratorias, el encierro, la incertidumbre y la enfermedad terminaron por doblarle el brazo. Ese día, el mismo en el que todavía soñaba con un letrado que pudiese sacarle de 15 días de clausura, firmó el documento en el que renunciaba a seguir con el trámite de su solicitud de asilo y se acogía al programa de retorno asistido. Por la noche aterrizaba en Honduras. Conoce ese trayecto. Tres meses antes, en septiembre, fue detenido en Tijuana y deportado a su país de origen. Con esos antecedentes, después de caer en el sistema migratorio mexicano tenía exiguas opciones de seguir adelante.

Edwin Emilio García Connor está en Puerto Cortés, Honduras. El mismo lugar del que huyó hace siete años, cuando entró por primera vez a Estados Unidos, en el que apenas le queda nada y, lo más importante, exactamente el mismo lugar del que quería escapar cuando, el viernes 19 de octubre, atravesó el portón ubicado en el puente Internacional Rodolfo Robles, bajo el enorme cartel que dice “Bienvenido a México”. Él no lo sabía entonces, pero cruzando esa puerta metálica por su propio pie y subiéndose en aquellos autobuses dispuestos por el Estado mexicano, estaba firmando su propia deportación.

Le engañaron. Se dejó engañar. El resultado es el mismo.

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Su paradoja es que intentó hacer las cosas legalmente, escuchando los cantos de sirena que llegaban del embajador de México en Guatemala, Luis Manuel López Moreno, y ha sido devuelto a Honduras. Quienes ignoraron al funcionario y se lanzaron al río Suchiate se encuentran, en su mayoría, avanzando hacia Tijuana. Pero él creyó que habría un “salvoconducto”, una excepción, un premio por acomodarse a las condiciones que las instituciones planteaban en ese puente convertido en símbolo de la Centroamérica que huye.

Por eso su historia es más cruel. Porque confió.

No creer a las autoridades. Protegerse junto a los suyos. Estas son dos grandes lecciones que el éxodo centroamericano ha aprendido en tres semanas de romería.

Al igual que Connor, cientos de personas han sido devueltas a su país de origen desde que la caravana de los hambrientos irrumpió en México. Algunos entraron por el portón del puente internacional Rodolfo Robles. Otros subieron a los autobuses que les ofrecieron aliviar su camino entre Ciudad Hidalgo y Tapachula, sin saber que no iban a un albergue, sino a un centro de detención. Ante las puertas cerradas de la Mesoamericana conocí a un hombre, Wilmar Martínez, de 31 años, hondureño, que se salvó de milagro. Subió de buena fe a uno de estos vehículos, pero, cuando le explicaron que la feria era un lugar de los que se entra, pero no sale, se dio media vuelta. Un tercer grupo es el de los desgajados, los que se adelantaron o venían en la retaguardia, y fueron arrestados por agentes del Instituto Nacional de Migración, que únicamente ha respetado al grueso de la caravana, hostigando a quienes se salen de su disciplina.

Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) de México vía EFE

En un comunicado fechado a 12 de noviembre, la secretaría de Gobernación del Gobierno mexicano cifró en 533 el número de migrantes que se han acogido al “retorno voluntario”. No habla de deportaciones. Pero todos estos procesos se han gestionado entre tinieblas, así que las cifras hay que tomarlas con pinzas.

En las estadísticas, casos como el de García Connor aparecen como “retornos voluntarios”. Él no quería volver. Pero la maquinaria que regula el tránsito de los migrantes y sus solicitudes de asilo, pensada para ser un cuello de embudo, terminó por obligarle a regresar.

Temporalmente, claro.

Tiene poderosas razones para volver a intentar atravesar México para llegar a Estados Unidos. Tres en concreto, uno de 13 años y otros dos, gemelos, de 11.

Cómo aceptar una oferta oficial se convirtió en la antesala de la deportación

“Mis hijos son toda mi familia. Llevo cuatro días sin hablar con ellos”. Estamos a 18 de octubre, son las 10:35 de la mañana y García Connors es uno de los primeros cien migrantes que guardan fila ante el portón de migración de Tecún Umán, en Guatemala. Es de piel oscura y lleva una playera de la selección alemana de fútbol. Presume de tener filmada toda la caminata desde que salió de San Pedro Sula y busca periodistas para hacer negocio. Al final, termina relatando su propia historia.

Explica que llegó a Estados Unidos hace siete años, que ahí están sus tres hijos, en Houston, Texas. Muestra un video jugando con ellos en un barquito, como prueba de los buenos tiempos. Explica que en septiembre tenía un plan con dos hermanos para cruzar juntos la frontera de Estados Unidos y pedir allí asilo. Dice que fue detenido en el aeropuerto de Tijuana el 17 de septiembre. Que antes, en Estados Unidos, se dedicaba a restaurar carros antiguos. Que su padre y dos de sus hermanos fueron asesinados en Honduras por cuestiones de herencia y crimen organizado. Que a él también quisieron matarlo, pero que los sicarios habían ido a la escuela con él y le instaron a escapar. Que él no quiere quedarse en México, solo atravesarlo para llegar nuevamente al “vecino del norte”, a ese lugar que, probablemente, ahora se arrepienta de haber abandonado.

Edwin Emilio García Connor

La historia es extraña. Una persona en situación irregular que deja el relativo confort de Estados Unidos y se expone, todavía más, a que le regresen a Honduras. Para probar que no miente, muestra un billete de autobús, con el que llegó hasta Ciudad de México. De Houston a Laredo. De Laredo a Querétaro. De Querétaro a Ciudad de México. Pagó 150 dólares. Salió el 9 de julio a las 10:30 horas. Dos meses después sería arrestado y expulsado a Honduras.

Nadie tiene una vida plana, coherente, sin aristas. Tampoco los migrantes. Tampoco las víctimas.

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“Salí de Estados Unidos para reunirme con mi hermano en Tijuana. Mis dos hermanos estaban tramitando un permiso para permanecer en México legalmente (muestra el documento) y habían solicitado asilo en Estados Unidos. Uno de mis hermanos viajó hacia la frontera de Laredo, donde fue detenido por Migración y asilado en Estados Unidos. Una vez mi hermano entró en el proceso de asilo y la información ya estaba en Migración, mi otro hermano y yo ya estábamos listos para entregarnos a Migración de los Estados Unidos de América”, dice, a través de un mensaje de Whatsapp.

Relata que se encontraba en San Pedro Sula cuando vio, por televisión, las noticias de la caravana. “Era una oportunidad”, pensó. Como otros cientos. Como otros miles. Y se lanzó a la carretera, grabando todo lo que ocurría a su alrededor. Ahí está Edwin atravesando la frontera de Aguascalientes, entre Honduras y Guatemala, entre gritos de “si se puede”. Ahí lo vemos subido a un tráiler. Y cargando con un niño sobre sus hombros. Y en la frontera, esperando turno, confiado en que las autoridades mexicanas no podrían mentirle.

Edwin Emilio García Connor

Ese fue su error. Confiar. No leer la letra pequeña.

A pesar de haber sido deportado dos meses atrás, García Connor pensó en que cruzar a través del puente y seguir las indicaciones de los funcionarios mexicanos era la mejor garantía para lograr su objetivo de atravesar México de forma segura. Por eso guardaba fila aquel 18 de octubre. El suyo es un pequeño grupito que se había adelantado a la enorme romería que espera en el parque central para dar un mensaje unívoco: “o nos dejan pasar o nos tiramos al río”. No querían relajo, sino entrar caminando. En ese momento quedaba mucha, muchísima historia por delante. Pero todavía no lo sabíamos. Ni nos acercábamos a adivinar que, minutos después, una masa hambrienta y exhausta rompería las dos barreras policiales guatemaltecas. Que luego, esos mismos seres humanos agotados y deshidratados, pero extasiados de pura esperanza, serían gaseados en el pequeño pedacito de puente mexicano que les dejaron pisar. Que convertirían esa infraestructura de apenas un kilómetro en un caótico campo de refugiados, el primero de muchos levantados al aire libre. Que algunos, desesperados, saltarían al agua desde más de 15 metros. No sabemos nada y Connors guarda fila convencido de que esta es la mejor opción. Cree que México les permitirá obtener algún “salvoconducto” para atravesar el país. No quiere quedarse, solo llegar al norte.

*  *  *

En medio de los enfrentamientos y el caos, otra vez, Edwin García Connor aprovecha para ponerse el primero de la fila. Como ya lo estaba antes de que se rompiese la barrera policial. Recuerda cómo le decían que no se montase en esos autobuses, que era una trampa, que estaba comprando un billete directo para Honduras. ¡Si hubiera sabido entonces lo que sabe ahora! Pero no lo sabía. Así que obedeció. Y se montó en el vehículo. Y envió un video en el que se le ve a él, sentado, con su playera de la selección alemana y las gafas de sol puestas. En principio se dijo que en estos autobuses tendrían preferencia las mujeres y los niños. Pero este vehículo está lleno de hombres. Y uno de ellos, el que está junto a García Connor, refuerza su decisión, criticando a los que se quedan. “Estamos en otro país, hay que respetar a la gente y sus leyes, que son distintas”. Desconocemos si a estas alturas ya ha sido deportado, “voluntariamente retornado”, como su compañero.

Ese, el vehículo que muestra el video de García Connor, fue uno de los autobuses que se dirigió a la Feria Mesoamericana, el complejo que sirvió para la pelea de gallos y que fue utilizado como anexo de la Estación Migratoria Siglo XXI, la cárcel de migrantes inaugurada por el expresidente Vicente Fox en 2006. En aquel momento, sus ocupantes estaban felices. Creían, como el hondureño, que estaban haciendo lo correcto. Al mismo tiempo, cientos, miles de personas, acampaban en el puente Rodolfo Robles. Y algunos grupos cruzaban el río Suchiate, convirtiéndose, por primera vez, en “irregulares” para las leyes migratorias mexicanas.

“Te puedo dejar como a un perro”

Dice García Connor que comenzó a sospechar cuando llegó el Gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Coello, y se presentó ante los migrantes para hacer ofertas de trabajo y vivienda. “No las podía cumplir”, considera. El mandatario hacía referencia al plan “Estás en tu casa” con el que el gobierno de Enrique Peña Nieto trató de desmovilizar la caravana. Era una propuesta-trampa, sólo válida para establecerse en Chiapas y Oaxaca, los dos estados más pobres de México. Centroamericanos pobres que huyen de la pobreza encerrados en los dos estados más pobres de México. Buena jugada. Ese fue el último cartucho con el que el presidente saliente trataba de evitar que la romería de los pies doloridos se plantase ante la frontera de Estados Unidos. Pero eso García Connor no lo sabía. Aunque ya había comprobado que eso de albergue era mucho decir. En primer lugar, porque no podían salir. Ellos creyeron que estaban en un espacio de acogida, pero realmente estaban en una cárcel. En segundo, por el régimen casi militar bajo el que se encontraban sometidos: les retiraron objetos como aerosoles o perfumes. Como en una cárcel. En tercero, por la falta de servicios básicos, como el agua para bañarse, que escaseó los primeros días.

A esto se le suma que la “política de puertas abiertas” del Gobierno mexicano no era tal. En realidad, habían entrado al proceso habitual de solicitud de refugio o visa humanitaria. Esto es: tener papeles en regla, no haber sido deportado previamente (solo por esto García Connor ya quedaba excluido), pasar un período de 45 días ampliable a otros 45 para saber si la Comisión Mexicana de Apoyo al Refugiado aceptaba el caso.

Edwin Emilio García Connor

Esperar.

No seguir adelante.

Eso no era lo que les habían prometido. En realidad, sí, pero los hechos eran otra cosa. En el interior de la Mesoamericana: un montón de hombres y mujeres cansados, encerrados, confundidos, enfermos, angustiados y sin saber qué estaba ocurriendo a su alrededor y por qué no podían abandonar el recinto.

El ambiente podía estallar y eso hizo.

El jueves 25 hubo un conato de motín.

Al día siguiente, un grupo de hombres (30, según el relato de García Connor, que se encontraba entre ellos) fue trasladado a Siglo XXI.

La conducción no fue fácil, según su testimonio.

“La gente estaba reclamando, sobre por qué nos tenían encerrados y con calor. Uno de los policías dijo: ‘cállense ustedes, hijos de su puta madre’. Se insultaron. Vino el federal, desenfundó el arma y le apuntó. Le dijo que matarle era lo más fácil”, asegura el hondureño. “Te puedo dejar como un perro”, dijo el agente, según su relato.

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“Ahí me llevaron al centro de detención Siglo XXI. A la gente le dijeron que llenara unos datos, que dieran su cedula de identidad, que iban a ir a un albergue que estaba mejor. Era para que firmaran la deportación voluntaria”, denuncia, en conversación telefónica, ya desde Honduras.

Entre el 26 de noviembre y el 3 de octubre no hubo comunicación con el hondureño que creyó que entregándose a las autoridades migratorias tendría un salvoconducto. Una de las reglas dentro de Siglo XXI es retirar los celulares a las personas que se encuentran encerradas.

Plaza Pública quiso hablar con el Instituto Nacional de Migración, responsable de la gestión del centro, para conocer las razones del traslado, pero una vocera de su gabinete de comunicación social derivó las preguntas a la secretaría de Gobernación. Son ellos los que están a cargo de difundir la información sobre los asuntos concernientes a la caravana. Se enviaron las preguntas a esta institución, pero tampoco hubo respuesta.

El portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Pierre-Marc René, aseguró desconocer la existencia de casos como el de García Connor, u otras personas trasladadas a Siglo XXI a pesar de estar en proceso de solicitud de asilo.

Un funcionario del Gobierno de Chiapas, que habló a condición de anonimato, ofreció algo de luz sobre el caso. Explicó que, al Centro Migratorio, paso previo para la deportación, habían sido trasladados tres tipos de personas: las que firmaron su regreso voluntario, las que tenían antecedentes penales o se encontraban en alguna alerta policial, y aquellas que no relataron la verdad sobre sus circunstancias, especialmente quienes habían sido previamente deportados. Ahí estaba García Connor. No obstante, este funcionario sí vinculó el traslado a los problemas de orden que se habían generado en jornadas previas. Es decir, que se trató de un castigo.

El Gobierno federal nunca ha hablado de deportaciones.

Dos equipos del Servicio Jesuita a Migrantes acudieron de visita a la estación migratoria Siglo XXI en el tiempo en el que Edwin García Connor estuvo encerrado ahí. Preguntaron expresamente por él. Los funcionarios con los que se entrevistaron respondieron que no se encontraba en la cárcel para migrantes. “Mintieron, porque yo estaba allí”, dice el hondureño.

Edwin Emilio García Connor

Ya en Honduras, reflexiona sobre la psicología del encierro.

“Nos dimos cuenta de que todo era una farsa, de que Comar (Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados) estaba mintiendo, no estaba haciendo el proceso correcto. Llegaban personas que habían salido y no estaban recibiendo ayuda (se refiere a personas que pasaron de la Mesoamericana a régimen abierto). La gente, al no recibir ayuda, al no recibir empleo, no tuvo otra opción que regresarse. De una u otra forma acorralaban a la gente”, se queja García Connor. Explica que en la Siglo XXI dormían en celdas con diez literas. Que en su caso, únicamente pernoctaban seis en el recinto: cuatro hondureños y dos nicaragüenses. Esto no ocurría en los departamentos de las personas que iban a deportar. Según el testimonio del hondureño, pasaban la noche hacinados. “Todas las noches llegaban personas para ser deportadas. Los metían en la misma celda, no podían dormir, había colchones y cobijas, pero no podían dormir porque eran demasiados”, dice.

El Gobierno federal mexicano nunca ha hablado de deportaciones en relación a la caravana, a pesar de que México es el país que más centroamericanos deporta.

El 5 de noviembre, Edwin García Connor desistió. Ya había comprendido que no saldría en libertad, que su destino era regresar a Honduras y que, firmando el retorno voluntario, estaba acelerando el proceso.

Él, que durante días envió fotografías de todo lo que pasaba ante sus ojos, dice que no tiene copia de los documentos que firmó para que le diesen la vuelta. Que no se lo permitieron.

Sobre aquel día, García Connor recuerda que “llegaron tres de migración y el cónsul de Honduras en Tapachula (Marco Tulio Bueso). Nos dijeron que debíamos estar 45 días. Solo estábamos esperando que nos sacaran. Nos dijeron que íbamos fuera, pero cambiaron su parecer. Dijeron que nadie iba para fuera, que íbamos a estar 45 días más y que eso no nos garantizaba nada. Yo estaba enfermo del pulmón así que decidí desistir”.

Plaza Pública trató de contactar con el delegado hondureño, pero tras una primera conversación en la que pidió que se le llamase más tarde, no volvió a responder.

Esa misma noche, García Connor fue trasladado a San Pedro Sula en un avión. De ahí, los deportados recibían un pasaje de autobús. Él se dirigió a Puerto Cortés, donde se encuentra su hermano. Según explica, la primera noche la pasó en la calle. Solo. Enfermo. Agotado.

Actualmente se encuentra en Puerto Cortés, en una vivienda sin servicios básicos que está en el origen, según relata, de los asesinatos de sus familiares. Mal asunto, aunque al menos está acompañado por su hermano, Eudoro. Se queja de que no tiene empleo. Volvemos al punto cero.

Simone Dalmasso

“Yo lo que andaba buscando era un permiso, un salvoconducto para pasar por México y llegar a los Estados Unidos”, repite. Dice que siente una enorme desconfianza hacia el gobierno mexicano y el hondureño. “No hacen las cosas transparentes”, se lamenta.

El Instituto Nacional de Migración cerró la Feria Mesoamericana el pasado fin de semana. No dio explicaciones. Simplemente, liberó a cientos de centroamericanos que volvieron a quedar a su suerte. Algunos se ubicaron en albergues abiertos. Otros, quién sabe. Nadie ha dado explicaciones sobre los motivos de su clausura.

En nuestra última conversación, García Connor pregunta por un menor no acompañado. Se llama Christian Romero Martínez, tiene 12 años y le acompañaba el 18 de octubre en la fila en Tecún Umán. Lo conoció en la caravana y, de alguna manera, lo adoptó. No ha vuelto a saber nada de él desde el choque con la policía mexicana.

Es posible que ese niño, porque aun haciendo cosas de adultos sigue siendo un niño, le recordase a García Connor a sus hijos. A esos mismos menores que siguen en Houston, Texas, a 2,755 kilómetros por la carretera más corta. Siempre que puede habla con ellos. Ahí están, esperándole. Manda varias fotos en los que se les ve contentos, sonrientes, ajenos a todo lo que su padre está padeciendo. Buen motivo para volver a intentarlo. Sea con caravana o sin ella.

Tres semanas atrás, cuando todo era distinto y nada de esto había ocurrido, Edwin García Connors se mostraba convencido de las palabras de los funcionarios mexicanos. Creía que un oficial no puede engañar, que existen leyes, que se pueden presentar denuncias.

Él quiso transitar el camino correcto y terminó deportado.

Quienes desafiaron las leyes migratorias mexicanas siguen su camino hacia Estados Unidos.

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