Como seres humanos, una de las diferencias que tenemos con otras especies es la relativa a los rituales, símbolos y significados en torno a la muerte. El entierro de los muertos es una señal de humanización. A ello se suman los distintos rituales de despedida de la persona fallecida, que varían de acuerdo con la cultura y las normas de cada sociedad y grupo.
En nuestro contexto, la muerte de un ser querido implica usualmente un tiempo de despedida que incluye un velatorio, rezos y otros ritos religiosos, además del entierro acompañado de familiares y amigos, etc. Forman parte de la despedida que se hace de la persona a la que ya nunca se verá.
Psicológica y psicosocialmente es importante porque es un inicio de la despedida que acompaña la pérdida de la persona y la elaboración del duelo. Pasará un tiempo variable en el que se experimentarán sentimientos y pensamientos asociados a la pérdida, incluyendo tristeza, sensación de vacío y otros similares que permiten los procesos de duelo [1].
Ver a la persona fallecida puede ser muy duro, pero también resulta una prueba de realidad que muestra que la persona verdaderamente está muerta. Sin esta prueba de realidad, muchas personas pueden seguir creyendo que la persona no falleció, que el ataúd que les presentaron estaba vacío o que era otra persona la que se encontraba en él. Como la pérdida supone una prueba tan dolorosa, el ver el cuerpo es una confirmación de que verdaderamente pasó lo que pasó.
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Como se muestra en un reportaje, el incremento de fallecimientos por covid-19 y las condiciones en las que se produce el entierro de acuerdo con ciertos criterios sanitarios del Gobierno (que parece no tener una política adecuada al respecto) suponen una experiencia alejada de las condiciones usuales en las que se produce un entierro. No se puede ver a la persona que está hospitalizada, hay retrasos en el anuncio del fallecimiento, existe poca o nula comunicación en el período de la enfermedad, no se puede ver el cadáver, no existe tiempo para velar el cuerpo, el tiempo para el entierro se reduce, etc.
Esto puede dificultar más la elaboración de la pérdida y los procesos de duelo, pues influyen en las circunstancias de la pérdida, de por sí dolorosa. Sumado a otros aspectos posibles relativos a la persona fallecida, a la relación que se tenía y a los propios de los deudos, es posible que se presenten complicaciones en los duelos.
En Guatemala existe una experiencia reciente que muestra lo extraordinariamente difícil y perturbador que puede ser el fallo en la prueba de la realidad de la persona muerta: los miles y miles de desaparecidos por el Ejército y la Policía durante el conflicto armado interno. Años y décadas después de los hechos, muchos familiares experimentaban dificultades asociadas a no haber visto el cadáver, a las circunstancias de su desaparición, a la preocupación por no encontrar su cuerpo («no poder llevarle aunque sea una su flor», decía una hija de un padre desaparecido) y a otras dificultades adicionales por esta grave violación de los derechos humanos.
Indudablemente, el contexto de la pérdida y del duelo es otro en el momento presente debido a la crisis por covid-19. Pero la falla o inobservancia de los rituales de despedida y la imposibilidad de ver el cadáver del ser querido resultan problemáticos a la hora de elaborar el duelo.
Como resultado de ello, es posible pensar que habrá personas a las que se les dificultará más elaborar el duelo ante la pérdida de sus seres queridos, es decir, se verán complicaciones del duelo por las dolorosas circunstancias en que se producen los fallecimientos y se dificultan o impiden los rituales asociados.
[1] Estos se pueden definir como el «conjunto de cambios psicológicos y psicosociales, fundamentalmente emocionales, por los que se elabora internamente la pérdida; es un conjunto de emociones, representaciones mentales y conductas vinculadas con la pérdida afectiva, la frustración o el dolor». Tizón, Jorge (2013). Pérdida, pena, duelo. Vivencias, investigación y asistencia. Barcelona: Herder. Pág. 21.
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