Desde el exterior, entre los números rojos, diariamente nos llega información de la muerte de políticos, artistas, deportistas, intelectuales y variedad de famosos que no han resistido los embates de la covid-19. También recibimos las apreciaciones de voces influyentes que dudan del impacto del mal de moda.
Ahora bien, la realidad no se puede evadir ni minimizar. Tal vez abre margen para la polémica en cómo se afronta. Por ejemplo, en Noruega las autoridades actúan de una forma, en Suecia toman otra dirección, en Italia no comparten una ni otra y, así, en México, Guatemala, Costa Rica, etcétera, cada Estado hace su apuesta. En ese marco, parece que unos países salen de lo peor y que otros no alcanzan la fase de empezar a respirar con relativa expectativa de regresar a la normalidad.
Respecto de nosotros, cumplimos tres meses de confinamiento a medias. De marzo a junio nos hemos mantenido en la disyuntiva de si economía o salud. Nos enredamos en la volatilidad y, a veces, en la irresponsabilidad del comentario fácil en las redes sociales y en los tropezones de una ambigua comunicación oficial que contribuye a echar sal en la herida.
La realidad triste y lamentable, la que más duele, es la que día tras día eleva el registro de decesos, pero sin romper la estigmatización social estimulada por quienes discriminan o censuran al infectado como si se hubiera contagiado a propósito. Por supuesto, está la gente sin sentido común, esa que organiza reuniones con total imprudencia, como la multicitada bacanal en la mueblería o la elección de señorita covid-19 en Santa Catarina Mita, Jutiapa.
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Contra esas inoportunas fiestas procede la mayor sanción posible, social y legal, pues quienes las solapan, promueven o concretan perpetran un atentado con efectos colaterales impredecibles. Ojalá, entonces, el resultado de las pesquisas se conozca antes de la ansiada cura de la covid-19.
En la línea de esa realidad que llora Guatemala es importante resaltar la partida de adolescentes, adultos y ancianos que solo tuvieron el acompañamiento de sus círculos íntimos, ya que su muerte, además de repentina como consecuencia de la pandemia, se quedó en una esquela, en unos casos.
Morir a causa de la covid-19 no debería implicar una retirada en la oscuridad, sino un adiós entre honores, virtuales por las circunstancias, en cada uno de los segmentos donde las víctimas dejan vacíos difíciles de llenar. Aludo a gremios como los de la medicina, la docencia, la prensa, el deporte, las Iglesias, el arte y demás instancias en las que las débiles reacciones no han permitido identificar a quienes se fueron luchando postrados en una cama.
Y es que, si es irracional festejar en medio de la tragedia o por prejuicios enterrar en un basurero a una víctima de covid-19, también nos está faltando darles su lugar a quienes se fueron en silencio. Me refiero al integrante de una hermandad, de una cofradía, de una agrupación deportiva, social, académica o cultural. Me centro en las y los que vivieron para servir.
Vale la pena indicar que el presidente Alejandro Giammattei ha expresado que sus decisiones han llevado a que los jóvenes puedan sentirse molestos..., por lo que apela a la compresión y al sentido de responsabilidad de ellos, en tanto que la recién nombrada ministra de Salud, Amelia Flores, reconoce el colapso histórico de la atención sanitaria. La primera explicación es innecesaria por específica y la segunda confirma dónde estamos parados. Sin embargo, lo consecuente es cerrar filas entre generaciones porque la espada de Damocles está sobre todos y pisamos el terreno poroso de un sistema vulnerado. Como la amenaza prevalece, un acto de justicia sería que la despedida de los caídos fuera con la luz de sus actuaciones, pues, de verdad, se les echará en falta, ya que su ausencia representa un duelo nacional.
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