El recién pasado martes 20 de febrero me equivoqué de ruta y tomé un microbús que me llevó a una aldea cercana a la ciudad de Cobán. A la par mía se sentó José, un adolescente de 13 años, según me dijo, y estudiante de primer año del ciclo básico en un centro educativo de la localidad. Justo cuando comenzamos a platicar, el piloto conectó el radio del vehículo para escuchar las noticias, que se abrieron con un titular que decía algo así como «noticias desde el interior».
Para entonces, José y yo ya nos habíamos presentando. Cuando terminó de escuchar los titulares, me preguntó por qué a nosotros, los habitantes de los departamentos de Guatemala, nos decían «la gente del interior». Sacó de su bolsa escolar un mapa de Guatemala, señaló el lugar exacto donde estaba la capital y me dijo: «Mire. Este es el centro de Guatemala». Luego señaló las fronteras y argumentó: «Este es el exterior. Entonces, ¿por qué dicen que somos el interior? Son ellos los que están muy adentro».
De momento no le respondí porque intuí que preguntaría más.
Unas cuadras adelante escuchamos el anuncio de una empresa que anunciaba: «Si usted va a viajar a la ciudad, utilice nuestros servicios de…». Y José me preguntó: «¿Por qué a la capital le dicen la ciudad? Todas las cabeceras departamentales son ciudades».
Antes de contestar, le pregunté dónde y cómo había aprendido esos conceptos del interior y de la ciudad. Me respondió muy orgulloso: «Tengo un tío que enseña Estudios Sociales». Y, un tanto subidito de tono, me compartió: «Mire. Este libro es de la biblioteca de mi tío». Me enseñó un ejemplar de Historia de Guatemala, de Francis Polo Sifontes. Alcancé a ver que tenía fecha de 1993.
Hubo un momento de silencio y luego creí conveniente responder a sus preguntas. En primer lugar, lo felicité. No es común encontrar en la actualidad a un adolescente de 13 años con semejante perspicacia. Luego le hablé de los tremendos abismos que hay en Guatemala entre la ruralidad y lo citadino y de la manera perversa en que se ha ninguneado a lo que el imaginario colectivo percibe o define como ruralidad, o sea, nosotros, quienes vivimos más allá del puente Belice o del puente Villalobos. El jovencito rio. Le conté que el centralismo ha sido la constante de Guatemala desde la época colonial y cómo, equivocadamente, ser de la capital, y no de la provincia (¿?), implicaba para muchos cierto estatus, al mejor estilo de algodón de feria, esas confituras llenas de aire que los buhoneros llaman algodones de París.
Hubo otro momento de silencio.
Ya cerca de su destino, José sacó otro mapa, ahora más grande, y me dijo, señalando América del Sur, América Central y América del Norte: «Todo esto es América. Los gringos dicen que América son solo ellos. “La nación americana”, le dicen a su país».
El microbús se detuvo diez minutos justamente donde José se bajó. Señaló su casa, localizada a dos cuadras en línea recta, y se despidió diciéndome: «Mi casa es bien pequeñita, pero tiene un patio donde tenemos matas de naranja, limón y lima limón, un árbol de aguacate y una hortaliza. Yo soy el encargado de cuidarla».
A manera de despedida, le recordé: «También tienen oxígeno». Asintió con la cabeza y, muy orondo, caminó hacia su vivienda.
Ya de regreso en Cobán escuchamos en el noticiero que un general de apellido Melgar Padilla, ante una orden de captura en su contra, había hecho mutis.
Frente a la perspicacia del niño y el impacto de la noticia (en cuanto a la emisión de la orden de aprehensión), pensé que para Guatemala (aún) había esperanza.
Ya de vuelta lamenté no haber recordado proveerle el link de un artículo mío que se llama Soy de la ciudá…
Más de este autor