Me quedan algunos minutos para una reunión en la que se van a revisar decisiones y contratos. Otra vez tengo esa sensación de estar atrapado en los fragmentos del tiempo entre una taza de café y la voz de Allison Mosshart, que sugiere: «But, when the waves come, you face them / and you know we can’t stop it now». Así, mientras incluyo una cláusula arbitral para resolver disputas en uno de los contratos, en mi cabeza comienzo a escribir estas líneas y dejo que Doing It to Death y Siberian Nights se cuelen por mis oídos.
Ver partir a buenos amigos es una de las rutinas implícitas de vivir en un sitio diferente a aquel donde naciste. Algunos se van este viernes y me dejarán preguntas sin resolver, como con quién voy a discutir mis técnicas para encender el asado o quién va a responder al grupo de WhatsApp del cuarto grado cuando haga un llamado desesperado a enfrentar las tareas de matemáticas de mi hija de diez años.
Quedarse sin cómplices cuando estás más cerca del retiro que de acabar con los pagos de la hipoteca plantea un panorama complejo. Sin embargo, la experiencia me enseña que es posible sobrevivir con algún importante grado de nostalgia, de esa que impulsa a viajar.
Por ponerlo de alguna forma, entre los primeros que vi irse estaba Jefferson, el fanático de White Zombie que en su taller de bicicletas curó de sus achaques a la Specialized en la que durante varios años subí y bajé el páramo como mi principal práctica religiosa. Como muchos otros, fue invitado a buscarse la vida en España después de la quiebra del sistema bancario ecuatoriano.
Eventualmente, yo también me fui. No estoy seguro de si alguien me invitó a marcharme o si simplemente busqué la puerta de salida, pero esa es una de las preguntas que prefiero dejar sin responder cuando ocasionalmente —y afortunadamente cada vez menos— debo sufrir los rigores de volver a la patria.
[frasepzp1]
Tropiezo con los Blues Pills. La voz de Elin Larsson en No Hope Left for Me y Lady in Gold me recuerda que existe una frontera porosa entre el blues y la psicodelia, cuya transgresión encuentro siempre placentera. Y ese sendero me lleva a plantear que, con los años, partes de mi biografía se fueron quedando en aeropuertos y esquinas entre diversos sitios, algunas provistas de un enorme glamur, como una banca con vista al océano en un sendero junto a la playa a medio camino entre St Kilda y Elwood en Melbourne, y otras extraordinariamente anónimas, como una multitud caminando por las esquinas de la avenida Jiménez en Bogotá. En el espacio entre esos lugares se han producido abrazos y hastaluegos de diversa factura y magnitud, al igual que reencuentros, algunos fugaces y otros complejos, pero sin duda todos memorables.
Lo que nos queda son los vínculos. Como esos que me traen de vuelta a mis primeros años en Huehuetenango y a los casi 200 kilómetros de carretera al día compartidos con Juanjo y Felipe. O a recodarle promesas incumplidas al bueno de Rodrigo Abd, que todavía no puede festejar un campeonato de Argentina.
Y por esos momentos memorables tengo que decir: «Buen viaje, Rickard, Inés, Maya y Luna». Como dijo Cerati, «el tiempo es arena en las manos». Nos veremos pronto.
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