Recientemente tuve que viajar a Honduras para analizar el sistema electoral hondureño. Me sorprendí de las reglas que rigen el sistema político de nuestro hermano país, pues desde hace varios años ya están vigentes normas tan avanzadas como la paridad y la alternancia, la elección de candidatos vía elecciones primarias abiertas a la ciudadanía y el voto preferente para elegir diputados. Y muy recientemente se ha aprobado la división funcional del tribunal electoral, de manera que ahora existirán un órgano jurisdiccional y uno logístico para el proceso de elecciones, lo cual favorecerá la independencia y autonomía del Tribunal Supremo Electoral.
Una vez pasada la grata sorpresa de este conjunto avanzado de reglas políticas, el análisis de las condiciones se parecía mucho a las que rigen en Guatemala: descrédito de la política, baja legitimidad de las autoridades, interminables pugnas por el control del poder, acusaciones y señalamientos de corrupción, abuso de autoridad y nepotismo, al punto de que Honduras ha vivido dos crisis políticas de gran envergadura en menos de diez años —el golpe de Estado del 2009 y la crisis electoral del 2007—.
Indudablemente, lo primero que vino a mi mente fue una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que dos sistemas tan diferentes, uno aparentemente más avanzado y otro con reglas más restrictivas, tengan dos resultados tan parecidos? De hecho, tanto en Guatemala como en Honduras se instalaron instancias parecidas, la Cicig en Guatemala y la Maccih en Honduras, y ambas fueron expulsadas con los mismos argumentos y con los mismos objetivos: preservar los intereses de los grupos dominantes.
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La indagación realizada durante toda mi etapa de análisis en Honduras, por lo tanto, se centró en cuestionar cómo, con un conjunto tan avanzado de normas, el país podía estar sufriendo tal variedad de males y de crisis periódicas, a tal punto que las perspectivas para el proceso electoral del 2021 no son nada halagadoras. La respuesta de muchos interlocutores fue contundente: el sistema sabe cómo anular cualquier disposición, de modo que, aunque haya avances legales, siempre existirá la forma de evadir el espíritu de la ley. En ese sentido, aunque mi indagación iba dirigida a proponer alguna reforma, en la práctica prevalecía un escepticismo de alto nivel. Y no era para menos: desde hace más de 20 años los expertos han intentado, vía el camino de las reformas institucionales, modificar, sin mucho éxito real, la matriz excluyente y autoritaria que ha caracterizado a la sociedad hondureña desde hace mucho tiempo.
Dicha reflexión es pertinente para el caso de Guatemala por una razón: justo en este momento los expertos locales están sugiriendo muchas de las reglas que ya están vigentes en Honduras, como las primarias o el voto preferente, mientras que en Honduras se está intentando aprobar reglas que ya rigen en Guatemala, como la segunda vuelta electoral o el sistema de comisiones de postulación para elegir jueces y magistrados. La paradoja es evidente: dos sistemas, un mismo resultado.
La conclusión parece apuntar a que lo que prevalece en nuestros países son sistemas democráticos adulterados, de manera que, aunque existan avances formales y legales, en la práctica los actores políticos siempre se las ingenian para evadir los controles e imponer sus propias condiciones: sistemas que parecen democracias, pero que solamente funcionan como una suerte de placebo, diseñados para adormecer las conciencias y calmar las inquietudes, pero manteniendo los mismos vicios e inercias del pasado. Ante tal panorama, la pregunta que siempre me hago es: ¿cómo encontramos la solución a la cuadratura del círculo?
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