Seguro que hacer trámites burocráticos tiene que estar de atracción permanente en uno de los círculos del infierno, ya que la impotencia, el aburrimiento y la angustia se sienten por partes iguales en estos lugares.
Comienza uno la experiencia buscando los requisitos para completar con éxito la tarea. Revisa sus papeles, los papeles de los papeles y los papeles personales. Los persigna para que no se esfumen en el trayecto. Algunas personas los empacan primorosamente. Otras los llevan sin temor en la mano. Llega uno a la ventanilla de información y viene la primera zozobra: ¿será que sí los traje todos? Afortunadamente, ahora abundan los servicios de fotocopias y demás, por lo que, si llegara a suceder que hace falta el duplicado del quinto original, allí rapidito lo sacan.
Supongamos que todo está bien y que uno pasa al siguiente nivel: a la cola de la entrada. Por allí, al final, se atisban asientos donde están los que ya se acercan a las puertas del cielo. Juegan una extraña versión de sillas musicales corriéndose conforme un privilegiado tras otro cruza el umbral. Los asientos están pegados de a cuatro, siempre hay un habitante de la fila al que le tiembla la pierna y cada nueva sentada implica sentir el calor que dejó su ocupante anterior.
Si uno es observador de la naturaleza humana, puede escuchar suficientes historias como para llenar un libro grueso de cuentos. Placas robadas, papeles perdidos, travesías entre una oficina pública y otra. Se mira la expectativa en el rostro de la persona que está enfrente. Porque, invariablemente, siempre voltea a ver. Como si sirviera de consuelo contemplar todo el camino ya recorrido, ese «qué suerte tuve en venir a la hora que vine porque miren la cola que hay ya». Y se siente la ansiedad del que está detrás porque siempre está demasiado pegado.
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Al fin se traspasa el portal a la otra dimensión: casi siempre gris, casi siempre un cartelito con letra de maestra de párvulos cuelga felicitando cumpleaños pasados, casi nunca están habilitadas todas las ventanillas. Hay un momento de confusión, pues uno no está familiarizado con esos lugares. Duda a qué cola afiliarse. Porque adentro también hay colas con una persona adusta sentada al final. Debe ser complicado guardar la última llave que liberará a los suplicantes de su calvario tramitológico.
Sigamos suponiendo que todo está bien, que sí hay papel, energía, conexión, datos, astros alineados, desayuno satisfactorio, horario propicio. Que los papeles no se desvanecieron por arte de maldición griega para entorpecer las pruebas hercúleas. Que la persona atendiendo no se inventa un requisito oculto, conocido solo por los iniciados. Todo está bien.
Aun así, tener que pasar tres horas perdiendo vida cumpliendo requisitos pendejos en cualquier oficina estatal es, en buena parte, una de las razones por la que somos un país lejos de prosperar. Es ridículo que el Estado le pida a uno papeles que él mismo extiende como requisitos para cualquier cosa, cuando los datos deberían estar unificados. Es aberrante que sea uno, el que mantiene el aparato burocrático, quien tenga que llegar a rogar la enmienda de un error cometido por el servidor o el sistema públicos. Es provocador de un aneurisma la actitud de súplica que muchas veces hay que adoptar para que se cumplan los servicios más básicos. Presentar un papel se convierte en la última tarea para volverse un semidiós, solo para empezar de cero en la siguiente ocasión.
Nuestro Gobierno, el sistema, necesita ser diseñado de tal forma que uno no pierda el tiempo cumpliendo con las estupideces que le requieren a uno. Debería ser lo suficientemente sencillo como para que cualquier niño de cinco años lo entienda. Y lo suficientemente eficiente como para no hacerme estar parada, aguantando las ganas de ir al baño, escribiendo esta columna en mi celular mientras espero.
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