Como muchas otras niñas, al ir a estudiar usaba falda, algo aparentemente trivial que no solo nos limitaba para jugar: por ser niña, crecí con la idea interiorizada de que debía cuidarme de no mostrar nada sin cuestionar por qué debía ser yo la que guardara las maneras, y no que los demás respetaran mi cuerpo. El uso de un tipo obligado de prenda no solo nos limita el juego y la recreación de manera diferenciada a las niñas, sino que también se nos impone a través de la vestimenta un mandato social que, como mal menor, obligaba además a usar una licra o pantaloneta por debajo para que no se nos vieran los calzones. Es decir, es la niña la que debe usar una prenda para protegerse de un comportamiento normalizado de los varones, conservar las piernas cerradas, so pena de ser atacada con un «¡usted parece hombre!» por parte de nuestra propia maestra como una represión abierta y hostil a nuestro propio cuerpo. Se prefiere restringir la libertad de las niñas que educar a los niños en el respeto de los límites impuestos por el cuerpo ajeno.
Y es que, conforme vamos creciendo, caemos en cuenta de cómo la ropa y ciertos cuidados limitan la expresión de nuestro propio desarrollo corporal. El permiso para salir de la colonia, no más lejos de un par de calles, durante las tardes —a ciertas horas, por supuesto— presuponía una condición indispensable: llevar ropa holgada para no parecer atractivas, una piedra en la bolsa del pants y los pies listos para salir corriendo en los casos que lo ameritaran. En una sociedad donde ni siquiera tenemos espacios de recreación en general, es irrisorio pensar en espacios que no nos limiten y vulneren a las mujeres el derecho a la libre locomoción.
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El privilegio/necesidad de ir en automóvil a la universidad implicó acostumbrarme a tener un gas pimienta al alcance, a desconfiar de los estacionamientos alejados o solitarios. Exageradas o no mis precauciones, cualquier acto de violencia contra mi persona habría sido calificado, sin dudarlo, como responsabilidad mía, y no del agresor. Si iba a una fiesta o discoteca, debía pensar bien a dónde ir y con quién para tomarme la libertad de poder beber o no tranquilamente. Pero no solo el beber o emborracharnos sigue siendo un estigma para nosotras cuando ejercemos nuestra libertad de hacerlo solas. También legitima ser vistas como objetos sexuales disfrutables independientemente de nuestra voluntad, como castigo por haber violado el mandato de las buenas costumbres. Esa es la lección interiorizada de supervivencia: es mejor portarse bien.
Esto también es familiar para las mujeres que se ven obligadas por trabajo o estudios a utilizar el transporte público y enfrentar la hostilidad del espacio público por las noches: lo normal es que nos cuidemos, y no que nuestra integridad sea respetada por esa supuesta naturaleza violenta o lujuriosa del hombre vista como biología, y no como proceso educativo e histórico perfectamente modificable.
La hexis corporal, como una forma de ser mandatada u obligatoria asociada a un grupo social determinado, es para los grupos subalternos, como las mujeres, una imposición descarnada y violenta contra la más elemental libertad, que en un régimen de igualdad debería ser respetada. Luego de narrar estas simples rutinas comunes a muchas de nosotras, sigo pensando en los cuidados que debo tener, ya que aquí se mata a diario porque estos mandatos patriarcales nos fijan la vulnerabilidad como un destino natural. Al final, no solo es el miedo el que se disfraza: también la desigualdad, que restringe y violenta el cuerpo a través de rutinas y maneras apropiadas de estar. No nos matan por ser mujeres. Nos matan porque el patriarcado oculta las relaciones de poder que le dan el visto bueno a la violencia contra nosotras cuando supuestamente transgredimos sus ataduras.
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