Quienes llegan a Guatemala por poco tiempo o se mudaron recién nos describirán normalmente como personas muy amables, serviciales y consideradas. Se van impresionados por esas cualidades.
Casi siempre iniciamos los intercambios verbales con innecesarias excusas. «Disculpe. ¿En qué le puedo servir?». «Disculpe. ¿Me regala permisito?». La amabilidad es el pan de cada día. «Buenos días. ¿Cómo amaneció? ¿Le gustaría una su tacita de café?». Asombra a personas de otras culturas que damos gracias hasta tres veces. «Muy amable. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho».
A esas personas les cuesta mucho comprender y acostumbrarse a algunas expresiones guatemaltecas. Como que bien significa bastante o que bueno significa sí, estoy de acuerdo o ya comprendí. Hace poco que el vocabulario agregó nuevas muletillas, como cabal, con el significado de así es o estoy de acuerdo. Para estar a la moda hay que combinarlo con un o sea, que descabezó su utilidad para explicar algo que podría estar confuso y se volvió por sí solo un misil de sarcasmo, de burla o de desacuerdo.
Luego de su primer par de semanas aprenden que las cosas nunca saldrán bien si su interlocutor empieza con «fíjese que…». Esa expresión anuncia un fracaso. «¿Tiene lomo de cerdo?». Si la respuesta empieza con la fatídica expresión, le toca pollo. Y si pidió pollo asado, le toca frito. Ahí empieza a acabarse el simbólico café con dos tazas de azúcar y pronto encontrarán el sabor salado, aunque siga mezclado con lo dulce.
Luego arriba la duda. Es que extranjeros primerizos fruncen el ceño al darse cuenta, de primas a primeras, de que Guatemala es un país plurimachista, multirracista y panobeso. El blanco del racismo son los pueblos indígenas y negros. Si un recién llegado presencia un intercambio entre esos grupos y mestizos, lo dejará guardado en su memoria y solo avanzado el tiempo llegará a comprenderlo. Es que ellos no nos ven diferentes: somos nosotros quienes hemos erigido muros simbólicos, dejos de dominación y tufos de superioridad entre culturas y fisonomías.
Al cabo de un tiempo, las cosas comienzan a comprenderse en la misma medida en que pierden racionalidad.
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¿Cómo puede una nación de gente tan linda y considerada mostrar tanta indiferencia por las desventuras y los tristes destinos de sus hermanos y hermanas? ¿Cómo un país de gente linda toma como normal las descomunales tasas de desnutrición infantil y las groseras brechas en la distribución del bienestar?
¿Cómo consiguen ser comedidos y apáticos al mismo tiempo? ¿Cómo pueden agarrarse a balazos en la disputa por un estacionamiento? ¿Qué extraños mecanismos los hacen variar de sangre caliente a horchata tibia en un minuto?
Poco a poco van aflorando más taras sociales. La mayoría de los europeos, por ejemplo, no comprenden la necesidad de exhibir gruesas cadenas de oro y relojes que cuestan miles de dólares. No se explican el sentido de llevar carteras o zapatos de marca cuando se va al supermercado o al cine, o de usar lujosos anteojos de playa aunque esté oscuro. Pareciera que sus portadores no están seguros de lo que son ni del lugar que ocupan en la sociedad, así que tienen que reclamar un sitio con ostentaciones de ese tipo. Es decir, al demandar admiración y respeto solamente muestran sus más profundas carencias. No es un tema de lucir bien, de llevar encima un toque de distinción, sino de patéticos esfuerzos para arrebatar respeto sin que medien razones intelectuales o valores humanos.
Corriendo un poco más el tiempo, sentirán de nuevo el desconcierto, la confusión de ver que muchas veces, aunque trabajemos juntos por causas dignas, nos envidiamos y despreciamos unos a otros, competimos por posición e influencia. Ni hablar de equipos o grupos que sí tienen intereses opuestos.
Al cabo de un tiempo quizá dirán que los guatemaltecos son buenas personas, generosas y corteses, pero que entre ellos mismos no encuentran acomodo, que carecen de una visión de nación inclusiva.
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