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Antigua Guatemala: apuntes desordenados sobre el pasado presente

La historia de la prima rescatada segundos antes de que una pared se derrumbara sobre su cama, durante unos fuertes temblores en los años 40 o 50, recorrió por muchos años las sobremesas familiares.
Todo es escenografía, pintoresquismo, superficie. Pero detrás de esa algarabía se esconde una ciudad bastante más compleja, capaz de marcarte para siempre en lo más profundo, capaz de convertirse en puro delirio.
Luis Aceituno, de espaldas.
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Antigua Guatemala: apuntes desordenados sobre el pasado presente

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

El video clip, en versión criolla, se llama ‘Happy (La Antigua Guatemala is also happy)’, la cancioncita babosa que supuestamente nos alegra el corazón y nos convence de que vivir en este país no es tan dramático como puede parecer a primera vista. La rola está firmada por un tal Pharrell Williams, célebre, me entero, por sus colaboraciones con Michael Jackson, Madonna, Shakira, Britney Spears, Daft Punk... Es uno de esos productos que en las redes sociales llaman “virales” y se ha ido reproduciendo por infinidad de lugares y el juego es que cada quien la reinterprete a su manera. Hacen coreografías y cuelgan videos en You Tube en donde muestran escenas de la vida cotidiana, con gente sumida en la rutina que de pronto se siente tocada por la gracia.

Pharrell Williams es negro, pero quien aparece cantando en esta apropiación antigüeña de la canción (apropiación rutinaria, casi un calco del video original filmado en alguna ciudad imprecisa de Estados Unidos) es un inglés demasiado blanco de nombre Sam Pelly. Tenía 15 días de haber llegado a Guatemala, cuando le propusieron el asunto, contó en una entrevista con Canal Antigua. La idea era mostrar el “positivismo” con el que vive la gente de la ciudad colonial, explicó en la misma charla Nidia Campos, “creadora” del video clip. La Antigua es una ciudad multicultural, considera Campos, y es por eso, supongo, que el video está repleto de gringos. Todos bailando, todos caminando por las calles con la despreocupación propia de quien se encuentra de vacaciones, liberado de cualquier tipo de presión que no sea la de encontrar un buen restaurante, un bar, una discoteca donde terminar de mejor manera el día. En ese sentido, Antigua ofrece una gama de ofertas inmejorables, comida italiana o tailandesa, tragos de todos colores y sabores y, por supuesto, el mejor café del mundo. También hay lugares para continuar bailando, desde las discotecas tradicionales y un tanto sosas hasta after parties un poco más oscuros y densos.

Los gringos, es decir, los turistas (término que puede encerrar cualquier cosa, desde los jubilados que descienden de camionetas Mercedez Benz y duermen una o dos noches en la ciudad en un hotel de cinco estrellas, hasta los mochileros que buscan su destino en escuelas de español y en cursos que los introducen en los misterios de la cumbia y de la salsa), bailan, a ratos de manera un tanto chistosa o francamente fatal, pero bailan, están felices como dice la canción, aunque esta no explique de qué… Supongo que de sentirse extranjeros e inmunes a ese clima de fatalidad que prevalece en el país, felices de poder cambiar dólares y ofrecerse pequeños lujos a precios que les parecen irrisorios, felices de colaborar a la no menos irrisoria economía nacional, felices de sentirse felices y poderse pasear en chancletas, shorts o minifaldas de playa. Con ellos, pues, llegó la felicidad y los nativos se contagian, barren, tortean, preparan tragos o platillos típicos con una algarabía que roza lo sospechoso. Están felices de colaborar a que los otros sean felices, felices de ofrecer sus servicios, de hacer sentir bien al visitante. Atrás parecen quedar las malversaciones municipales, las inundaciones, los asaltos, el ruido, las calles repletas de basura, la falta de seguridad, las violaciones, las especulaciones económicas, en fin todo aquello de lo que los habitantes que no aparecen en el video se quejan no más se les pregunta cómo andan las cosas por Antigua Guatemala.

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Tengo algo más de treinta años de haber abandonado mi ciudad natal, así que no estoy en condiciones de saber si la gente es feliz o solo lo aparenta. Mis vivencias personales me remiten a otra cosa, a una tristeza y un aburrimiento que parecían infinitos, a una necesidad de querer salir, escapar de una ciudad que a ratos se volvía opresora e insoportable. Sobre todo, a partir del día en que llegó la guerra.

Principios de los años ochenta, mi amigo Julio Castellán y yo matando el tiempo en un cafecito del Portal del Comercio, esperando a que dieran las seis, para ver pasar a las muchachas que salían de los colegios. Era uno de esos rituales repetitivos que nos duraron años. Nos alegraba la vista y, por supuesto, nos levantaba el espíritu. Nos hacía presentir deliciosas aventuras nocturnas para la hora del cine, besos y arrumacos en las calles semi oscuras, promesas de intensidades. La pura verdad es que estos encuentros se quedaron en meras ensoñaciones, pero a mí no me fue mal: así me fui convirtiendo en escritor.

Pues bien, en esas andábamos, cuando vimos aparecer la primera tanqueta, seguida de otra y de otra y luego de un batallón de soldados que empezó a levantar barricadas y a ocupar el parque y sus alrededores. No sentimos miedo, ni siquiera inquietud, nos limitamos a fumar, a dilatar el café y a observar los acontecimientos como si fuera una película en tres dimensiones. Estuvimos ahí, en silencio, largo rato. Al final nos miramos y los dos comprendimos que los años setenta habían definitivamente terminado.

*** 

La Antigua para mí son los años sesenta y setenta. Pero eso, como me repite el escritor Adolfo Méndez Vides, es historia pasada, un mundo que ya se acabó y del que algunos somos purititos sobrevivientes. Cuando me marché en el año 81, juré perderme en un territorio anónimo y remoto. Lo más lejos posible de esa ciudad que me estaba echando a patadas. Me convertí, literalmente, en un apátrida. Así constaba en mis documentos de identidad. En un hombre perseguido y rescatado por el ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, para los olvidados del mundo. Un tipo que vagaba por calles perdidas, sin amarres, sin origen, sin lugar preciso donde sentar la cabeza. Hubo días, pocos para ser sincero, en los que me sentí infinitamente libre y feliz, un Henry Miller tropical, nacido en las faldas del Volcán de Agua… Diez años exactos de “desterritorialización”, como conceptualizaría el buen Guilles Deleuze.

Cuando Enrique Naveda me pidió que escribiera una crónica sobre mi ciudad de origen, le dije que me parecía genial, que posiblemente eso me ayudaría a comenzar la novela sobre la Antigua que he prometido por años. Cuando lo pensé mejor me sentí vacío, muchas cosas que contar y nada al final de cuentas. Lo único que se me ocurrió fue buscar consuelo en Luis Cardoza y Aragón, el poeta surrealista, el eterno tránsfuga, el antigüeño universal, el exiliado, el hijo eternamente pródigo. El santón nacional, por otra parte, la reserva moral que por mucho tiempo guardamos en el barrio de Coyoacán de México D.F., el hombre duro que lloraba cuando le hablabas de las gravileas, de las cúpulas, de las calles empedradas, de las ruinas coloniales, el vate que se alejó de la ciudad “como se alejan inmóviles los árboles del río”.

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Noches de doble función en el cine Imperial. Pláticas recurrentes, interminables, en plazas, bares y cafés. Tardes enteras esperando a las muchachas en flor. Conciertos las noches de los viernes en el Parque Central. Besos y toqueteos en los callejones. Gente apostada en las esquinas. Vagabundeos nocturnos. Marchas fúnebres. Procesiones. Filas interminables de cucuruchos. Batallas de agua los Corpus Christi. Atol blanco. Tostadas. Hot dogs del restaurante San Carlos. Olor a pachuli y a marihuana. Teatro salesiano. Tacos del Portalito. Misas de once los domingos en San Francisco. Fiestas de sábado por la noche. Días de guardar. Avenidas anegadas por la lluvia. Señoras de una sobria elegancia paseándose por la calle del arco. Uniformes escolares. Coyote, el loco de la ciudad. Coros de Iglesia. Letanías. Novenas. Navidades que olían a pólvora y a ponche de frutas. Moros y cristianos. Cabezones. Gigantes. Humor negro, casi desesperado. Largas piezas de marimba. Bicicletas. Más bicicletas. Muchachas guapísimas que venían del frío. Almacenes chinos. Corbatas en miel. Prostitutas costeñas bostezando en las puertas de las cantinas. Santos entierros. Nazarenos. Desfiles. Canillitas de leche. Niños tuberculosos encerrados en el Hotel del Manchén. Pan de manteca. El poeta de la ciudad declamándole a las madres, a las esposas y a las putas. Bardo atormentado en una copa de alcohol. Espantos. Barberías. Eso era, más o menos, la Antigua antes del terremoto del 76. Sobre todo cuando tenías doce años y no muchas posibilidades de largarte a otro lado.

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Descripción del Diccionario Municipal:El municipio de Antigua Guatemala limita al norte con Jocotenango y Santa Lucía Milpas Altas, al este con Santa Lucía Milpas Altas, Magdalena Milpas Altas y Santa María de Jesús y al oeste con San Antonio Aguas Calientes y Ciudad Vieja -todos del departamento de Sacatepéquez-. Su clima es templado y su fiesta titular se celebra el 25 de julio, como día principal en conmemoración del Apóstol Santiago. Antigua Guatemala fue fundada oficialmente el 10 de marzo de 1543 por Pedro de Alvarado, al declararse como capital de la provincia. Está situada en el Valle de Panchoy o Pancán y fue la capital de Guatemala hasta que el 20 de julio de 1773 los terremotos de Santa Marta la dañaran.

(Diccionario Municipal de Guatemala, 2001). 

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En “Asterix y Obelix”, la genial historieta de Goscinny y Uderzo, los galos en resistencia contra los romanos, en el 50 AC., únicamente le temen a que un día el cielo se desmorone sobre sus cabezas. Los habitantes de la Antigua Guatemala no solo han magnificado este terror ancestral, sino que además le han agregado otra serie de miedos no menos escabrosos: que la tierra se abra de repente, que estalle el volcán de agua, que las inundaciones cubran la ciudad o que un cataclismo la borre, esta vez sí para siempre, de la faz de la tierra.

Razones para el temor no faltan. El encanto mismo de la Antigua Guatemala se concentra en el hecho de ser una ciudad entre ruinas. Las desmoronadas construcciones de la Guatemala colonial, hoy utilizadas para celebrar bodas o fiestas de sociedad, están ahí para recordarnos que nada es para siempre y que la suntuosidad no defiende contra los estragos de la naturaleza.

Los terribles terremotos de 1773, son el origen mismo de la ciudad de Antigua, que no es la misma que la ciudad de Santiago de los Caballeros, aunque ambas compartan el mismo espacio geográfico.

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“La ciudad de Santiago de los Caballeros (hoy conocida como La Antigua Guatemala) fue por más de doscientos cincuenta años la capital del Reino de Guatemala. Fue ésta el centro político, administrativo y religioso de un dilatado reino que hacía frontera con Oaxaca, en el virreinato de la Nueva España y con el Virreinato de la Nueva Granada hacia el sur. Incluía territorios tan lejanos como Chiapas, Soconusco y parte de Tabasco al noroeste y lindaba con Panamá al sureste […]

“A raíz de los terremotos de Santa Marta, de julio y diciembre de 1773, dio principio un proceso que eventualmente condujo al abandono y desaparición de Santiago de Guatemala como había sido hasta entonces. Las autoridades ordenaron en 1775 el traslado de la ciudad a un nuevo sitio […] proceso que fue acatado por la mayoría, pero no por toda la población. Ya con la autorización de la Corona, el Presidente de la Audiencia, Martín de Mayorga, clausuró la Universidad, ordenó el traslado de todos los oficiales reales, del clero, del ayuntamiento y de toda la población.

“Con el traslado emigraron de la urbe las autoridades reales, la mayor parte de los miembros de la Iglesia, sus vecinos acaudalados y la mayor parte de los artesanos y mano de obra en general… Al disminuir la población, la ciudad perdió ingresos por falta de recaudación de arbitrios, por lo que no podía mantener sus servicios básicos, y menos reconstruir y reparar su infraestructura.

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“Quedó en el sitio una urbe acéfala, sin autoridades y con una población muy reducida. Una urbe que no tuvo su propio nombre ni autoridades propias que la regularan. Fue después de muchos años de que los vecinos habían rogado insistentemente a la corona para que se estableciera su propio ayuntamiento y autoridades de cabildo, que fueron autorizados hasta el año de 1799.

“La villa quedó con muchos de sus edificios en ruinas […] Las condiciones de higiene en que se vio forzada a vivir la población fueron deplorables. Se tuvieron muchos problemas, siendo algunos de estos: dificultad en la reparación de la tubería de acceso de agua y de la salida de aguas negras; y la destrucción de hospitales y cementerios.

“Debido a la destrucción había una gran cantidad de sitios baldíos, calles y callejones que servían como letrinas, basureros públicos y como sementeras. Esta suciedad fomentó la aparición de una gran cantidad de perros callejeros, ratas, moscas y cucarachas que se alimentaban de la gran cantidad de basura, que por falta de extracción se acumuló en los diferentes sitios de la ciudad

“…Por falta de cuido y pastoreo deambulan por las calles de la villa cabezas de ganado mayor y menor, que causaban más destrucción a la infraestructura de la ciudad y a los restos de edificios y casas abandonadas, produciendo a su vez, más contaminantes y moscas al defecar”.

(La Antigua Guatemala: algunas secuelas tras el abandono de la ciudad debido al terremoto de 1773. René Johnston Aguilar, 2005)

“Como resultado del traslado de las autoridades al establecimiento provisional de La Ermita, en 1774, la ciudad dejó de llamarse Santiago de Guatemala. Con la disposición real de 1775 para el traslado oficial al nuevo sitio y con el establecimiento del ayuntamiento en el valle de la Virgen y el inicio de sus sesiones el 2 de enero de 1776, se transfirieron también los títulos y privilegios.

“No se tomó en cuenta el nombre que debería de asumir la anterior ciudad, ya que se pensaba que desaparecería, y por varios años, se le conoció únicamente como “la destruida ciudad” o la “arruinada ciudad” […]

“El 30 de marzo de 1799 se le dio un nombre oficial a la villa, dejando de ser la "arruinada ciudad" para en lo sucesivo llamarse La Antigua Guatemala. Es necesario aclarar que el nombre de “La Antigua” ya se le venía dando a la villa desde antes, como lo constatan, entre otros, los protocolos de algunos escribanos, el informe de la visita que llevó a cabo el arzobispo Francos y Monroy en 1786 e inclusive en algunos documentos oficiales, tales como el del 27 de marzo de 1784 en que el Presidente Estachería nombró a Lorenzo Montúfar como “Justicia Mayor de La Antigua Guatemala”

(La villa de Antigua después del abandono, René Johnston Aguilar, 2000)

 ***

[galeria]

La historia de la prima rescatada segundos antes de que una pared se derrumbara sobre su cama, durante unos fuertes temblores en los años 40 o 50, recorrió por muchos años las sobremesas familiares. La prima, por su parte, asumió a fondo su condición de sobreviviente. Los hechos ocurrieron cuando ella apenas comenzaba a caminar, pero se pasó buena parte de su vida arreglando los muebles de la casa de manera tal que la disposición no interrumpiera las veloces carreras de los residentes cada vez que un sismo se sentía en la ciudad.

El terremoto de la madrugada del 4 de febrero de 1976 la agarró desprevenida sin embargo, y ante el retumbo y la fuerte sacudida, no logró huir hacia ningún lado y no le quedo más que sentarse a la orilla de la cama para esperar lo peor. “Solo me dio tiempo de encomendarme al señor de San Felipe”, dijo.

Amanecer lechoso sobre la ciudad. Polvo y bruma. Gente amontonada en las esquinas, sin idea precisa de hacia dónde correr, buscando en un radio de transistores señales de un mundo exterior, angustiados, perplejos ante los azotes de la naturaleza, tratando de encontrar a los vivos y a los muertos, desprotegidos y solos frente a lo que vendrá. Calles sucias y escombros por todos lados. Campanadas que se oyen a lo lejos…

El terremoto del 76 fue para muchos el principio del fin de una ciudad que desde finales del siglo XIX vivía acostumbrada a su letargo. Fue como si de pronto todos abriéramos los ojos y nos diéramos cuenta de la precariedad en qué vivíamos. Precariedad que se escondía detrás de viejas y pesadas construcciones, de grandes portones averiados por el tiempo y las polillas. Caserones con muros inscritos por los siglos intentando resguardar un esplendor venido a menos. De repente todos sentimos el fuerte olor a humedad, a rosas podridas y perpetuas, a medicinas guardadas en las mesas de noche, a bacinicas, a candelas de sebo, a meados de gato…

 ***

Esta ciudad en Rodenbach dormida,
cerró los ojos a la edad presente;
y enamorada de su antigua vida
se echó a soñar introspectivamente.. .

Las muertas horas, los cansados días,
desdoblando un iluso panorama
que se pierde en astrales lejanías,
dejaron rastros de un infausto drama
entre rotos fragmentos de elegías...
Y el ojo del misterio nos acecha
y el brujo encanto se abre como una
flor: ¡oh, leyenda sin título ni fecha,
historia sin prestigio ni fortuna,
ensueño donde rueda la ilusoria
música del silencio de la luna
sobre el horror de la ciudad deshecha...!

Yo divagué por sus callejas solas
y me apoyé en sus muros desolados;
crucé sus grandes plazas españolas,
hechas para desfiles de soldados […]

[…] Campanas, rosas; rosas y campanas:
flores de seda y flores de armonía
llenan la paz de todas tus mañanas
y cubren de tus tardes la agonía.

Ya no eres -¡oh ciudad!- más que un dormido
osario, en que cadáveres de flores
diluyen en los vientos del olvido
vagas fragancias de épocas mejores.

Y así, con melancólico desgaire,
opones a tus mudos desconsuelos
un perfume de rosas en el aire
y un gemir de campanas en los cielos...

(La ciudad de las perpetuas rosas, Carlos Wyld Ospina)

 ***

Con el terremoto de 1976 la ciudad descubrió, entre otras cosas, que sus ruinas eran rentables. La famosa industria sin chimeneas. Por una vez en la historia reciente nos colocábamos a la vanguardia. Ese halo romántico que puede surgir del deterioro (noches de luna entre escombros), empezó a cautivar a gente de todos lados. Poco a poco fueron llegando los cooperantes, los estudiantes, los sesenteros rezagados, los investigadores, los historiadores, los agentes de la CIA, los pastores evangélicos, los hippies despistados, los emprendedores que montaban bares, cafés, pizzerías… Luego, con la guerra, también llegaron los especuladores, los rentistas, los reconstructores, los refugiados, los soldados que limpiaron y cercaron la ciudad para proteger el turismo y las divisas de las bombas y las balas.

Cuando regresé a la ciudad, a principios de los 90, esta empezaba a convertirse en un inmenso mercado de artesanías, en una villa de ocio y descanso para la burguesía nacional y los estadounidenses jubilados. Un estilo arquitectónico que algún neófito calificó de “neocolonial” empezaba a apoderarse de las calles. Parecía una escenografía cinematográfica a medio construir, repleta de maestros y estudiantes de español, de artesanos, de músicos callejeros, de bartenders, de guías turísticos, de vendedores de baratijas y marihuana, gente desenfadada que caminaba por las calles y llenaba los bares hasta la madrugada. La ciudad cosmopolita, una especie de oasis en medio del descalabro nacional, que vivía casi de espaldas a una realidad que lo ensuciaba todo…

***

Cierro los ojos y los abro en el recuerdo, en su noche maravillosa de sol agudo, en donde, lentamente todo surge lleno de sed y de zozobra. Porque mientras voy recorriendo sus parques abandonados, alumbrándome con el corazón que llevo como una lámpara, sed y zozobra me guían de la mano, como si fuese un niño ciego y triste, a punto de encontrar el existente paraíso perdido […]

Quiero recordar mi tierra en la retorcida enredadera, en las flores azules del quiebracajete, en la pelirroja buganvilia, en el payaso o el perro con calzones verdes del mísero circo ambulante. Quiero recordar el desfile procesional de las chiquillas endomingadas en la plaza del pueblo, mientras la banda de música tocaba, prodigiosamente, en sus trompetas parchadas por el hojalatero, los trozos más populares de las óperas italianas […]

“Cierro los ojos para verte mejor, para escuchar tu música, para contemplar el desfile de sueños muy próximos y totalmente inaccesibles, como las nubes en el fondo de la fuente del jardín. Antigua: el crepúsculo es naranja, morado y amarillo. Huele a chocolate y a horno que se acaba de abrir. La adolescencia, pólvora ardiendo bajo la lluvia. Oigo y veo y huelo la lluvia de Antigua, bajando por cerros y volcanes, repicando sobre tejas y láminas, borbotando en los chorros de los tejados, sobre la piedra de los patios en donde la lluvia edifica, al golpear el agua misma suya, diminuta ciudad de renovado cristal instantáneo. Mi mano sabe de memoria cada uno de los valles, de los ríos que la recorren como enredaderas, de las barrancas, de las cumbres, los mares de tu rostro. Te identifican los dedos te moldean como miga de pan, como la imaginación sublima las nubes y los mapas de las goteras. Te recorro con el ansia de quien te vio quien sabe cuándo. Te recorro como enamorado ciego de nacimiento.

(Guatemala, las líneas de su mano, Luis Cardoza y Aragón)

*** 

Recorro junto a mi hermana María Eugenia y Julio, mi sobrino, la antigua casa de mi padre. La abandonó a finales de los 90, huyendo de los bares y discotecas que se concentraron cerca del barrio de la Merced. En esa casa nació en 1921 y la habitó casi toda su vida. La había comprado mi abuelo a principios del siglo XX y se la heredó a su hijo cuando murió en los años 50.

Mi padre se resistió por muchos años a vender la propiedad, durante ese boom del mercado inmobiliario que se vivió en las décadas de los 80 y 90, cuando la mayoría de los antigüeños negociaron sus casas por la mitad de lo costaban y se fueron a vivir a las afueras de la ciudad. Complejos habitacionales que empezaron a crecer un poco por todos lados, camino a Ciudad Vieja, camino a San Juan del Obispo o en Jocotenango y San Pedro Las Huertas.

El fue a parar a San Felipe, a un condominio jardinizado que intentaba desesperadamente parecerse a una villa colonial. Era un desprendimiento de una vieja finca cafetalera que, como tantas otras, empezaba a fragmentarse para responder a la demanda de casas de habitación.

“Yo ya no aguanto esta mierda -me dijo un día-. Voy a vender”. Me habló luego de borrachos, de peleas callejeras, de gritos durante la madrugada, de la fachada de la casa cubierta de vómitos y orines, de los retumbos que producía una “música infernal” (fue la expresión que usó). Era la época en que la parranda ya se había instalado plenamente en la ciudad. Hordas de gente llegadas de la ciudad de Guatemala, a tan solo 45 minutos de recorrido, tomaban calles y avenidas durante el fin de semana. Buscaban fiesta, deschongue, muchachas extranjeras, cerveza y alcohol baratos, intensidad, diversión y, por supuesto, sexo, drogas y rocanrol. Más tarde llegaron el reggaeton y la cumbia y los tipos armados en picops de doble cabina.

“Rescatar nuestra Antigua” era el slogan que uno escuchaba en boca de los políticos y de los habitantes alarmados o que circulaba impreso en calcomanías y publicaciones de prensa. La gente clamaba por volver a las viejas y propias costumbres y acusaba a los jóvenes de olvidar las buenas y santas maneras en que habían crecido. 

[frasepzp2]

Mi hermana, mi sobrino y yo recorremos cuartos y corredores tratando de encontrar algo que nos remita a la casa familiar. Aquí estaban las macetas con los geranios, allá las enredaderas, esta era la sala o ahí estaba el comedor. Ahora está convertida en un hotel de esos que se anuncian en las revistas de consumo caro que se leen en los aviones. Ninguno de los tres logra ubicarse. Todo es decoración, diseño, estilo. Refinamiento posmoderno. Con candelabros de plata y una blancura extrema que irradia desde las paredes. Reminiscencias de un hipotético pasado colonial, que trata de evocar ensoñación, leyenda, irrealidad, que busca hacer de la Antigua uno de los cincos destinos preferidos en América Latina. 

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Afuera, la Calle del Arco, como dispuesta para una de esas fotografías que luego circulan por los sitios de internet y que pasadas por el photoshop resaltan la belleza del volcán al fondo y los cielos profundamente azules. Hay mucho de nuestra historia debajo del empedrado o desperdigada por las paredes. Correrías infantiles, vagabundeos de adolescencia, amores, pláticas, borracheras, nostalgias, gente que estuvo ahí y se perdió, mientras la ciudad mutaba y se iba desprendiendo de nosotros hasta mostrársenos como algo demasiado ajeno.

 ***

La Antigua está repleta de santos, los hay en las iglesias, en los museos, en las casas, en los restaurantes, en los hoteles, en las plazuelas y en los rincones más insospechados. Se venden en estatuillas, estampados en gorras o camisetas o en cromos de todos tamaños. Y nada como la Semana Santa para descubrir esa enigmática relación que los habitantes tienen con las imágenes de vírgenes y nazarenos. Hay para todos los gustos, para todos los barrios, para todos los estratos sociales.

Una forma de oponerse al traslado de la ciudad, luego de los terremotos de Santa Marta, fue secuestrar (esconder o proteger, según se vea) las imágenes que aún no habían sido tocadas por las órdenes religiosas o las autoridades. La celebración de la Semana Santa habría sido en un principio un acto de resistencia para hacerle ver a las autoridades centrales que la ciudad, a pesar de los augurios, había sobrevivido. Un símbolo de identidad que va más allá de la manifestación religiosa propiamente dicha.

Aun ateos confesos, como Cardoza y Aragón, no dejan de conmoverse ante el paso de las procesiones. La cuaresma se vive como un ritual comunitario que ha trascendido todo tipo de calamidades. Música, teatro, ceremonia, culto, representación, arte efímero y callejero, colores, sabores, sonidos que embriagan los sentidos. Se tiene que ser antigüeño para comprender en realidad de qué se trata, qué tipo de códigos secretos hacen que la gente viva con tanto fervor esas manifestaciones cargadas de tortuosidad y martirio. La fe y el catolicismo, aun si se recalcan, no lo explican del todo.

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La mayoría de los escritores que celebran o evocan la Antigua Guatemala (Cardoza y Aragón, Cesar Brañas, Wyld Ospina…), lo hacen siempre desde la nostalgia, desde la pérdida, desde la recuperación de la infancia. Demasiadas cúpulas, arcos, buganvilias, campanadas de iglesia… Es posible que en la ciudad haya un permanente conflicto con el presente o demasiadas cuentas pendientes con el pasado. Hay fantasmas que permanecen, que se heredan, que atormentan en la oscuridad, que se exorcizan con vía crucis, con procesiones, con letanías…

Veo documentales sobre la Antigua actual y ninguno trasciende la pura propaganda turística. En la mayoría de ellos, la ciudad es el reducto del conservadurismo más rancio. La guardiana de todo tipo de tradiciones. De las tostadas con guacamol y las canillitas de leche a la imaginería barroca. De los espantos, las leyendas y las consejas a la arquitectura colonial auténtica. Todo es escenografía, pintoresquismo, superficie. Pero detrás de esa algarabía de dulces típicos y figuritas de barro, se esconde una ciudad bastante más compleja, contradictoria, capaz de marcarte para siempre en lo más profundo, capaz de convertirse en puro delirio. Una ciudad que vive demasiados tiempos a la vez y a velocidades diferentes. Esa engañosa calma, ese aroma a rosas e incienso, esas fuentes de reposadas aguas pueden envolverte en las pasiones más turbulentas.

Ya lo intuía José Milla, el padre de nuestra accidentada historia literaria, que la llenó de intrigas, de confabulaciones, de retorcimientos, de extraños conspiradores que recorrían las catacumbas, ese laberinto soterrado que en algún momento comunicó los centros del poder y las iglesias. Ciudad de los atormentados, de los vencidos, de los renegados, de los penitentes. Detrás de cada puerta, de cada rostro, de cada muro se esconde un misterio, una incógnita, todo eso que por algunos años cautivó a los realizadores de películas de luchadores.

“Estamos en la ciudad de Antigua, tierra de belleza, leyenda y misterio”, le informa Blue Demon a Superzán, en La Mansión de las Siete Momias. En Antigua hay de todo, menos momias, pero eso no impide que se les aparezcan a los dos enmascarados y que peleen con ellas en pleno Parque Central junto a la Fuente de las sirenas.

Cuando Tarzán anduvo por ahí, en una cinta de 1934, bajó a los subterráneos de la ciudad y tuvo que enfrentarse a una tribu de salvajes que se dedicaba a celebrar rituales extraños. Son en realidad los verdaderos nativos, los auténticos, muy diferentes a esas presencias decorativas y sumisas de la superficie, y quieren llevarlo a la piedra de sacrificios. La película es torpe y fascista, pero vista con los años dice más que las dos o tres tonterías que quiso decir en su momento. Intuye que detrás de ese decorado para películas de la serie B, hay algo amenazante, incomprensible, indomesticable.

Esa fuerza extraña que llevó a unas 6509 gentes (1113 españoles, 5179 mulatos y ladinos y 217 indios, según estadísticas oficiales) a resistir hasta las últimas consecuencias, a no querer abandonar la ciudad destruida después de los terremotos de 1773. De acuerdo a los informes no tenían nada ni podían apropiarse de mayor cosa, eran pobres, casi miserables y ese era un territorio condenado, barrido por los cataclismos ¿Qué defendían? ¿Qué los hacía negarse a tener una vida menos determinada por la catástrofe? ¿Qué los hacía sumirse en la calamidad de forma tan terca? Hay algo de romanticismo, de inconsciencia o de tortuosidad en la actitud. Esos fueron, a su manera, los primeros antigüeños, los refundadores de la ciudad arruinada y sin nombre, aquellos que comprendieron que no había para ellos otro lugar hacia donde huir y refugiarse.

 ***

Una noche en Antigua, hará unos veinte años, podía empezar a eso de las seis de la tarde tomándote un café o una cerveza en Doña Luisa, el rendez vous habitual, luego te ibas a cenar por ahí, a algún sitio simpático. La oferta era aún modesta, pero variada y consistente. La pizza de donde Pino, el chao mein del Chino negro, los panes de donde la Canche, el gulash del alemán. De ahí salías a la Gruta del Jazz, donde siempre había algún músico interesante tocando en vivo. Mucho blues, mucho folk rock y jazz, por supuesto. Y a eso de la media noche terminabas en el bar de la Chatona, tomando cerveza en litro y metido en alguna conversación delirante.

Era un ambiente aún buena vibra, con cierto sabor cosmopolita, sin muchas agresiones. Hay un cuento de Víctor Toledo, escritor antigüeño, “La noche del bartender”, que lo retrata con mucho sentido del humor. La guerra estaba por terminar y había mucha esperanza en el proceso de paz, en un renacimiento cultural, en una vida sin mayores sobresaltos. En un mundo más amable. Modestas utopías que manejabas para resistir a los embates de una realidad más cruda e infestada de sangre. En la Antigua se vivía encerrado en una burbuja, en medio de una calma chicha a ratos inquietante, pero ideal para dejarse llevar, cerrar los ojos y abandonarse.

Una de esas noches, paramos con algunos amigos en un restaurante de pollo frito abierto toda la madrugada. Olía a aceite rancio y a cerveza fermentada y la rocola pasaba una música en verdad miserable. Entre el ruido y las conversaciones absurdas, de pronto me vi en una mesa al lado de un tipo que se presentaba como agente de la DEA, una venezolana que hacía de mula hacia Estados Unidos y se había quedado varada en Antigua, un hondureño vendedor de drogas duras, un gringo viejo que se decía chamán, una muchacha indígena amante de un español que se quejaba de un mal viaje de ácido y un joven antigüeño que quería venderme una pistola. Lo tomé como un mal augurio. Me sumí de repente en una maraña de miedo y desasosiego. Un clásico ataque de angustia. Comprendí que en la ciudad comenzaban a suceder cosas extrañas. Que era tiempo nuevamente de partir.

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Hay muchas Antiguas en una, conviviendo en una especie de acuerdo implícito, no dicho, que sostiene un andamiaje de complejas relaciones que aparentemente se desarrollan sin mayor sobresalto.

Está la ciudad con cierto dejo cosmopolita, poblada de estudiantes de español, de residentes accidentales, de emigrados culturales, de mochileros que retoman fuerzas para seguir el camino, de turistas que se quedaron, de neo hippies en busca de pureza, de aventureros a la caza de fortuna, de gente indefinible que camina por las calles sin objetivo preciso, de amantes de lo ‘cool’, de oenegeros y cooperantes, de chapines alternativos y desterritorializados. Pueblan los cafés, los parques, las cervecerías, los restaurantes de comida barata y sana. Hacen yoga o bailan cumbia. Hay cierta confraternidad entre ellos o, al menos, se reconocen como parte de una causa o un culto aún por definir. Hablan una especie de esperanto, mezclas de español, inglés, alemán, francés, italiano. La mayoría tiene relaciones cordiales con los lugareños. Siempre están a punto de partir, pero se quedan.

Está también la Antigua de los gringos jubilados. Tienen algunos años de residir en la ciudad y hacen rendir sus pensiones comprando propiedades, que luego decoran con la exquisitez de un museo. Con muebles de madera viejos y caros, tejidos antiguos, platería, arte colonial, artesanías. Viven aislados. Solo hablan inglés. Algunos tienen intereses arqueológicos, escriben pesados libros de memorias o estudios sobre las particularidades arquitectónicas de la ciudad.

Existe además la ciudad como el destino turístico más importante de Centroamérica. Un mundo que se mueve en los restaurantes y los hoteles de cinco estrellas. Con gente que se fotografía con pericos y papagayos, que compra piezas de jade y tejidos típicos al doble de su precio, que está ahí como podrían estar en Brujas, en Kioto o en San Miguel Allende. Hacen tours guiados por ruinas y museos o recorren la ciudad en pantalones cortos y tenis de marca. Son los privilegiados, los que traen las divisas, los que bajan de los buses Mercedes Benz, a los que la Antigua ofrece sus mejores servicios.

Está la Antigua de los artesanos y los herreros, la de la clase trabajadora, como se decía antes, la que labora en la construcción o en la carpintería. Los talabarteros, los plomeros, los hojalateros, los chapuceros. Los que han hecho y rehecho por los siglos de los siglos la ciudad, los que la han levantado, los que la han sostenido, los que guardan sus misterios, sus leyendas y sus espantos.

O la Antigua profunda, la que mira perpleja las mutaciones de la ciudad. La que empieza a sentirse tan extranjera como los que vienen y se van y se refugia en el supuesto esplendor del pasado. La que se llama “antigüeña” por derecho propio. La que maneja un complicado entresijo de nombres y apellidos. La que guarda costumbres y tradiciones. La que vive para adentro y le teme a los temblores y a lo que vendrá. La que añora la compostura y los vestidos largos. La que vive rodeada de crucifijos. La que come mazapanes y bebe chocolate con molletes. La que sufre eternamente el malestar del presente. La que mira detrás de las ventanas.

Y la que vive el día a día, sin mayores complicaciones, la que acepta el orden de las cosas con resignación o sin ella. La que atiende tiendas u ofrece cursos de español. La que prepara los tragos en los bares, la que cocina en los grandes y pequeños restaurantes, la que vende pulseras y collares, la que está feliz si se lo piden.

Y en medio otro montón de Antiguas: la indígena y la ladina, la burguesa y la plebeya, la que vive todos esos estados a la vez, la que se mezcla y se diluye, la del relajo y la de la tranquilidad, la de la moral de sacristía o la de las costumbres relajadas, la invasora y la invadida, la que se encierra entre cuatro paredes o la que parece caminar eternamente por las calles, la que reza y la que blasfema, la que siempre renace entre los escombros, la que huele a convento o la que apesta a prostíbulo, la de las mañanas frescas y embriagadoras, la de las tardes lluviosas y melancólicas, la de las noches eternas bajo el cielo estrellado.

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Recorro las calles de la ciudad, recordando viejos tangos de Gardel. “Una sombra ya pronto serás, una sombra lo mismo que ayer”, me digo, mientras trato de recuperar certezas que me ayuden a apropiarme nuevamente de presencias y lugares. Siento que todo lo que observo siempre ha estado ahí y eso me tranquiliza en el fondo. Todos necesitamos puntos de referencia que nos ubiquen en el mundo.

Las mañanas en Antigua siguen siendo respirables, hay una sensación de paz y de reposo que reconforta, que ayuda a reconciliarse poco a poco con las cosas, con uno mismo, con todo lo que se fue y con lo que queda. Busco y me busco en cada rincón, en cada muro, en cada puerta, en cada ventana, intentando encontrar signos y señales. Pienso en mis novias y en mis amigos, en gente que conocí y que me conoció. No quiero ser un extraño en esta ciudad. En esta no.

A pesar de los rencores, de las pasiones, de las fugas, de las abjuraciones, no quiero que todo esto se termine, que desaparezca de los mapas y de las denominaciones. Esta ciudad es lo único que me ata a este país, la única evidencia de mis orígenes.

Me cuesta desprenderme y mirarla desde arriba, como algo que nada tiene que ver conmigo, no quiero escribir de las cúpulas, de las fuentes, de los campanarios, de todos esos lugares comunes que se vuelven retórica sentimental y desfasada. O hablar de las bancas del parque, de los palacios, de las enredaderas, de los volcanes. O redactar una crónica sobre el pepián y los chiles rellenos. Ver todo esto como algo ajeno, sin vivencias, sin recuerdos, sin intensidades. Hablar de la gente feliz y sonriente. Invitar al extranjero a sumergirse en los misterios y los encantos del pasado, en un parque temático subdesarrollado.

O ver la ciudad como un punto insignificante en la geografía, un pueblo tedioso, lúgubre y cuadriculado. Un polvorín como quisieron convertirla en el pasado, una ciudad enmohecida, un símbolo del atraso nacional, un remanente del feudalismo, una reserva de costumbres primitivas, un amontonamiento de cosas arruinadas.

Lo mejor es perderse, dejarse embriagar por esta mañana, caminar sin rumbo fijo, comer alguna chuchería, saludar amablemente a los desconocidos, disfrutar de los parques y de las bondades del clima, sentir que retomamos nuestra propia temperatura, presentir otros encuentros, disfrutar de las muchachas preciosas que platican en las esquinas, beber un chinchivir y silbar alguna canción idiota.

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