Dos alcaldadas recién cometidas en el interior (una probable aún) nos han llamado a la reflexión sobre a quiénes elegimos como gobernantes y hacia dónde vamos como país. La primera es la presunta participación del alcalde de Patulul, Suchitepéquez, en los vejámenes cometidos contra una persona con capacidades diferentes. La segunda es la que cometió el alcalde de Ipala, Chiquimula, quien se hizo grabar o se grabó en un video en pleno acto de defecación.
El primero, el de Patulul, negó su participación en tan terrible suceso. Y aunque la prensa parece no haberle dado seguimiento, se intuye que el caso está en proceso de investigación. El segundo, el de Ipala, no solo aceptó el hecho, sino que anunció en una actitud desafiante que repetirá la supuesta hombrada, pero ahora en una letrina.
Ambos casos son dignos de analizarse desde el contexto de la psiquiatría forense. Digo «ambos casos» porque, aunque la implicación del alcalde de Patulul aún no está comprobada, el hecho sucedió y responsables habrá. Ha de recordarse que «la psiquiatría forense es una subespecialidad de la psiquiatría. Se define como la aplicación de la psiquiatría clínica al derecho con el objetivo de establecer el estado de las facultades mentales con el propósito de delimitar el grado de responsabilidad penal y la capacidad civil del individuo». Los hechos acaecidos ameritan ese análisis.
En el capítulo llamado Momentos decisivos del ensayo Desde la cumbre: la visión de un cristiano del siglo XX, Morris West explica: «Invertir el curso de nuestra vida se parece bastante a cambiar de rumbo con un barco pequeño en un mar tormentoso. Si uno lo hace demasiado rápido, la nave se inclinará. El viento y las olas lograrán inundarlo y nos hundiremos». Y nosotros, como sociedad, estamos en ese umbral, en un momento decisivo. Debemos invertir el rumbo de nuestro barco. Hemos de hacerlo a un paso que no lleve prisa y sin pausas que nos detengan. Entendamos, por favor, que casi hemos tocado fondo, pues las categorías de la legalidad, la justicia y la moral las tenemos desastradas en nuestro entretejido social.
El 3 de agosto de 2015 publiqué en este medio un artículo llamado Diálogo con un venerable anciano q’eqchi’. Fue atinente a una plática sostenida con un guía de comunidad, con un aj kamolbé. En esa ocasión reseñé un comentario de él que me hizo reflexionar muchísimo. Muy puntual, me dijo, refiriéndose a nuestras sociedades: «No sabemos dar pasos atrás. Vemos la tormenta enfrente y no le cambiamos rumbo al barquito. Nos metemos en la tempestad con la misma ignorancia de la vez pasada».
Traigo a colación aquel diálogo porque, si bien es cierto que nuestros gobernantes han cometido tan inimaginables despropósitos, somos nosotros, como sociedad, quienes los hemos colocado en donde han estado o están. Con nuestro apoyo, con nuestro voto. Y nunca nos hemos preguntado adónde nos llevarán. Pareciera que hubiésemos caído en un momento o en muchos momentos de oscuridad.
Respecto a esos momentos (los de negrura), dice West en el capítulo llamado La percepción del mal de su obra ya citada: «La palabra oscuridad puede parecer inapropiada para una época en la cual la comunicación global es instantánea y continua. Pero cosas siniestras están sucediendo…». Se refiere el autor a la oscuridad del intelecto y a sus consecuencias.
Entonces, ¿qué hacer, qué camino tomar, hacia dónde ascender? Quizá la respuesta la dé el mismo West en el párrafo final del capítulo mencionado: «Para el resto de nosotros queda todavía la peregrinación, el viaje en la esperanza y la consideración mutua de la revelación final del bien eterno».
A mi juicio, el camino del ascenso al que me refería en el párrafo inicial de este artículo bien puede ser la esperanza y el discernimiento. Necesitamos muchísimo de esas claridades. Ojo, mucho ojo, que las alcaldadas, a manera de campanazos, nos lo han recordado.
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